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La imaginación como trampa perfecta

"El peor pecado que puede cometer la poesía es el aburrimiento"
T.S. Eliot


Sin imaginación no vemos la realidad y es la realidad la única puerta a la imaginación. Escribo obsesionado con esa encrucijada. La capacidad imaginativa es quizá el mejor dispositivo mental del que disponemos, y también el más peligroso. Nos aleja de la mediocridad y la miseria, o hace crecer un infierno en medio del paraíso. "No hay nada peor que lo que imaginamos", afirma un personaje de Coetzee refiriéndose a la tortura. Pero aquí las posibilidades de una existencia virtual nos interesarán sólo como ingrediente en la poesía. Y me acuerdo de Egon Schiele: su primera gran exposición en Londres es calificada por la crítica como "pornográfica". Estamos en 1964 y el arte moderno propugna por estas fechas una estética de la desaparición del "tema". Sin embargo, Schiele había advertido que para él no existía la modernidad, sino "lo eterno y original". Esta afirmación, que puede parecer pretenciosa, no hace sino poner los dedos en la llaga de lo que aspira a ser el arte, en general, y la poesía, en particular. De hecho, como señala John Dewey, la imaginación es "el ajuste consciente de lo nuevo y lo viejo", es decir, sólo cuando el pasado, la tradición, los elementos "ausentes" de la conciencia, y las cosas cercanas y de siempre, se vuelven nuevos otra vez hay experiencia estética. La poesía levanta suspicacias porque el poder creativo del ser humano es en sí mismo una aventura: la aventura del encuentro de la mente y el universo.

Si bien, no por ello se convierte en una facultad especial que se basta a sí misma, ni conviene atribuirle una potencia mistérica ajena a otros procesos de la mente: deseo, contemplación, intuición... La imaginación, cuyo trabajo consiste en manipular información con el fin de crear una representación renovada, es sencillamente lo contrario de la rutina. La poesía que se hace fuerte en la inercia del hábito se vuelve académica, fácil, dogmática (sea de talante clásico o rupturista). La poesía que busca y recibe lo nuevo permanece porque, siguiendo con Dewey, "aunque al principio nos extraña, es constantemente familiar respecto a la propia existencia". Si hay extrañamiento es que se ha abierto un cauce, un ensanchamiento de los márgenes. Al dar pasos hacia o desde lo oscuro, el poema es capaz de llevarnos a la "revelación". Esta palabra levanta suspicacias. Si nos acercamos a ella sin ánimo transcendente, vemos que cuando algo se nos revela lo que ha ocurrido es que lo hemos experimentado de la forma más completa y mediante una expansión acelerada. Como sentir el vértigo nos explica el precipicio. No es hiperestesia sino ráfagas de experiencia. Todo descubrimiento pone en evidencia y extrae materiales de lo oculto o de la misma superficie, aunque lo descubierto consista a veces en la conciencia de que no hay nada que descubrir.

La imaginación ha tenido defensores tan fervorosos que nos han obligado a desconfiar. Con el Romanticismo, la facultad imaginativa se convierte en poder absoluto, revelador de toda la naturaleza y lo que se agazape detrás de ella. Desde Schelling a Blake, desde Shelley a los Goncourt
La imaginación ha tenido defensores tan fervorosos que nos han obligado a desconfiar. Con el Romanticismo, la facultad imaginativa se convierte en poder absoluto, revelador de toda la naturaleza y lo que se agazape detrás de ella. Desde Schelling a Blake, desde Shelley a los Goncourt. Todos encumbran la fuerza del individuo para captar la verdad por esta vía distinta y, según muchos de ellos, superior al entendimiento. Destaca la famosa distinción de Coleridge entre imaginación y fantasía: esta última trabaja como una forma de memoria, reasociando sensaciones y sentidos, para que después la imaginación culmine la labor unificando los datos previos, es decir, penetrando en la verdad de las cosas conociéndolas, y, en un segundo estadio, transformándolo todo en algo nuevo, o sea, creando  en su acepción más idealizada. Más tarde, Eliot matizaría a favor de la memoria (y su selección instintiva e inconsciente): "Hay tal cantidad de memoria en la imaginación que, puestos a distinguir habría que fijar la diferencia entre la memoria en la imaginación y la memoria en la fantasía"; y tal vez sólo distinguir imaginación y fantasía "como simples grados de elaboración imaginativa".

En el otro bando están sus enemigos más acérrimos. Platón inicia la guerra, con su miedo a todo lo inspirado o irracional por engañoso. Después, se la ha llegado a definir como saber degradado con una función desrealizante, incapaz de abarcar todos los espacios de lo sublime (aunque en algún caso se la equipare con el entendimiento en cuanto al juicio del gusto y su deducción trascendental). Toda imagen no es, en consecuencia, más que simulacro, pantalla, mentira. En este contexto, quizás el más beligerante haya sido Hobbes, que definió la imaginación como un sentido "decadente", una patología del entendimiento que explica muchos errores del pensamiento y la imposibilidad de evitarlos: según el filósofo inglés, toda metáfora o símil es una "trampa perfecta" cuando buscamos la verdad de algo. Esta última crítica tal vez valga como reconocimiento involuntario de la poesía: la imaginación es una trampa que nos tiende el lenguaje para que nuestra fascinación por él no acabe nunca. El lenguaje se apagaría como una vela sin mecha. Escribimos tal vez para mantener esa vela. Un minuto más al menos.

La imaginación es una trampa que nos tiende el lenguaje para que nuestra fascinación por él no acabe nunca. El lenguaje se apagaría como una vela sin mecha. Escribimos tal vez para mantener esa vela. Un minuto más al menos
No obstante, la necesidad de decidir entre imaginación y mímesis, mito o logos, probablemente haya caducado. Si entendemos los modos carenciales de ambos, los apósitos que colocan sobre nuestra búsqueda, lo interesante sería la mezcla. Percepción, razón e imaginación ya no son contrarios, sino complementarios. Porque imaginar es una actividad mental de alguna manera ligada a la representación, el razonamiento y la memoria, ya desde Aristóteles. Combinar elementos que previamente han funcionado como representaciones sensibles es la labor de la imaginación, que, etimológicamente, consiste en eso: una nueva presentación de imágenes, sin la cual, por otra parte, tampoco habría conocimiento. Por ello, el debate ahora se centrará en qué tipo de territorios imaginativos nos movemos, por qué modos de imaginar nos dejamos arrastrar. La imaginación abre cauces de conocimiento o deja, por el contrario, el camino intacto; puede incluso encubrirlo, echar palas de tierra para impedir el paso. Andar por la cuerda floja de la imaginación significa exponerse a hacer equilibrios entre revelación y ofuscación. Por otro lado, no vamos a ser ingenuos. El mercado valora la presentación de un producto como novedoso, inventivo y original. Y lo paga muy bien. Esa búsqueda de lo nuevo con la urgencia de una rentabilidad inmediata es un prurito vanguardista de herencia romántica que no sin dificultad puede ser a veces puesto en evidencia. Y la ansiedad por cualquier nueva acrobacia funciona mejor en el circo que en la poesía. Nos lo recuerda Steiner: "Los dividendos de lo estético son los del desinterés, los de un rechazo a la oportunidad (…). La originalidad es la antítesis de la novedad (…). Las invenciones estéticas son arcaicas en exacta relación con su originalidad, con su fuerza de innovación". De ahí que un posible criterio venga de entender que lo aparentemente nuevo que no incorpora una sustancia orgánica de lo eterno no sólo cae fácilmente en la arbitrariedad, sino también en un arte chocante pero inoperativo: hojarasca.

Mientras que la poesía imitativa se atrinchera en la idolatría de lo aceptado, la poesía rupturista hace bandera, una bandera inmensa, que cubra todas las grietas internas, de lo diferente. Hay una escritura del duplicado y una escritura de la ampliación. La imitación desdobla, reproduce, ofrece un espejo; la imaginación, por el contrario, dilata y expande los límites. Ambas podrían ser, sin embargo, las dos caras de la moneda. Tal vez imaginar sea una forma de imitar más compleja, y la imitación la base sin la cual toda escritura no es más que evanescencia. Lo dijo Wallece Stevens: "Lo real es sólo la base. Pero es la base". Por ello, el poeta que se plantea destruir las formas, crear una discontinuidad con la tradición y derogar los cánones de belleza instituidos, se instala en la contradicción rupturista de la modernidad. Julio Cortázar se preguntó: "¿Para qué sirve un escritor sino para destruir la literatura?". La inocencia rebelde que brilla en esta posición de desgarramiento incesante puede resultar, además de muy atractiva, innecesaria en un tiempo en que esas funciones son monopolizadas por la publicidad, la política o la tecnología. Tal vez nuestro entusiasmo esté ya fuera de lugar, pero al estar rodeados del lenguaje del poder, al quedarnos en la periferia de los discursos, ¿perderemos el habla? Si afirmamos que la imaginación sirve para manipular, no hacemos más que criticar desde la aceptación de que existe algún lenguaje que no manipule. Se trataría, entonces, de usar el lenguaje de otra manera, poniendo de manifiesto esas sospechas, resistiendo en la periferia, sin cerrarse a nada, aprovechando los residuos, reciclando, con restos y jirones de mundo, y sobre todo desde otra intensidad. 

Mientras que la poesía imitativa se atrinchera en la idolatría de lo aceptado, la poesía rupturista hace bandera, una bandera inmensa, que cubra todas las grietas internas, de lo diferente. Hay una escritura del duplicado y una escritura de la ampliación
Para ir al núcleo del problema, Deleuze explicaba que la imagen-cliché nos obliga a ver las cosas como debemos verlas y no como podríamos verlas. El poema necesita escapar del estereotipo y romper con la palabra en formol: por ello no usará la imagen para adornar o distraer, sino para acercarse a lo real. La imagen surrealista clásica, por ejemplo, más que interesarse por lo real, lo que hace es apartarse para crear una realidad diferente, ya que la inmanencia cotidiana le parece de cartón piedra, o es sólo su vía hacia una evasión fantasiosa. El surrealismo inventa mundos pero rechaza el nuestro y lo deja intacto. Leemos de nuevo a Stevens: "Hacer que una almeja toque el acordeón es inventar, no descubrir. La observación del inconsciente, en la medida en que es posible observarlo, habría de revelar cosas de las cuales hemos sido hasta ahora inconscientes, no aquellas cosas de las cuales hemos sido conscientes más la imaginación". Por su parte, la imagen irracionalista nace de una embriaguez de la vida e invita al delirio y al desorden, pero el peligro del mantenimiento de esa turbación es que su discurso se radicaliza en el absurdo incomunicable, por lo que corre el riego de volverse repetitivo y solipsista, ofuscándose en sí mismo. Para fotografiar una habitación, podemos ordenarla completamente, hacer de ella un caos total, o llenarla de cachivaches fantásticos: de las tres formas interponemos el sujeto al objeto e impedimos ver la habitación. La palabra nunca será el fenómeno efectivo de lo real, aunque hay un momento en el que puede ser aparición más que apariencia. Quizás sea más eficaz esperar al claroscuro o a la noche, dejar el lugar tal como esté en ese momento, apagar la luz para, de repente, encenderla: una imagen que no invente, sino que ilumine desde lo oscuro. Pues, aunque se mezclen sujeto y objeto, lo sublime "solamente se puede ver en verdad en el trance de su desaparición, en el vuelo de su represión", según expuso Benjamin. Quizá la elipsis, el distanciamiento, la segmentación emotiva, el montaje imprevisible o la disolución del yo no sean sino modos de subir la intensidad del poema sin olvidarnos de que cada cosa está ahí y no está al mismo tiempo, en una constante espiral de aparición y desaparición. Didi-Humerman denomina imágenes dialécticas a aquellas que son capaces de superar las fronteras del tiempo y establecer nuevos diálogos con el espectador, obligándole a participar en la interpretación con la carga contextual de cada época. Aunque sólo sean estrategias de equilibrio en la cuerda floja, lo que está en juego no es poco.

"La literatura es una novedad que sigue siendo novedad", afirmó Pound. Y eso es, al fin, lo difícil. ¿Quién se atreve a lanzarse a ese proyecto? A lo mejor conviene, más bien, dejarse llevar por la bipolaridad antes mencionada (claridad/oscuridad) que viene casi dada por nuestra propia época: narcisismo/frustración, hedonismo/vacío, deserción ideológica/esclavitud a los mercados. Dejar que la novedad, si tiene que ocurrir, ocurra. La metonimia confesional es, en ese sentido, un último recurso para acercarnos a propuestas vitalistas sin quedar atrapados en la maleza del autobiografismo más patético. La actitud despersonalizadora no implica limitarse al carnaval; el juego de máscaras termina aburriendo y surge el deseo ineludible por mirar el rostro escondido. Kenyon confesó que "escribir poesía era como desnudarse enfrente de todo el mundo, lo que implica exhibicionismo, seducción, sinceridad y valentía". Con esa finalidad, la imagen no sólo violará las leyes rutinarias del pensamiento, sino que nos pondrá en contacto con la pluralidad: más que representar,  presentará. Es el arma más agresiva del poema. Octavio Paz lo dijo de forma más económica: "El poema es lenguaje en tensión: en extremo de ser y en ser hasta el extremo".

En ocasiones, hablar de poesía se parece a echarle veneno a un insecto para mirar cómo se retuerce y muere. Por eso, sospecho que de lo que se trata, finalmente, es de volver a habitar el mundo
Si el poema espera rehuir cualquier uniformidad tediosa que haga de él una flecha que se lleva el viento, puede recurrir a la intensidad. En este sentido, Ashbery, a pesar de caer con frecuencia en la repetición de un azar monótono, es capaz de una potencia metafórica límite. Un fragmento de su "Oda a Bill" vuelve a mí insistentemente. En él, penetración psicológica y capacidad de visión lírica evidencian hasta dónde llega aún la poesía como mecanismo intuitivo de conocimiento, a pesar de todas nuestras susceptibilidades. La voz poética nos informa del resultado de una disección emocional, la vuelve memorable, la convierte, mejor que un manual de psicología, en un trallazo de verdad: "Me siento como si alguien me hubiese hecho un chaleco / que yo llevase puesto al aire libre en el campo / debido a mi lealtad a esa persona, aunque / nadie hay ahí para verlo, sólo yo / con la visión interna de mi apariencia. / Llevarlo puesto es tanto un deber como un placer / porque me absorbe, me absorbe demasiado". ¿Es tan descabellado pensar que, en una sociedad saturada de información, la imaginación literaria debería proporcionar algún dato limpio?

En ocasiones, hablar de poesía se parece a echarle veneno a un insecto para mirar cómo se retuerce y muere. Por eso, sospecho que de lo que se trata, finalmente, es de volver a habitar el mundo. Aunque la Verdad de la Imaginación de Keats se escriba ahora con minúscula. Aunque hayamos perdido la solidez de lo real. O precisamente por eso. Ambos, espacios imaginales y reales, encontrarán un equilibrio que no es, en el fondo, sino el éxito o el fracaso del poema. La poesía puede nacer de esa emoción de imposibilidad. En palabras de Barthes: "La escritura comienza allí donde la palabra se vuelve imposible". Lo que la dictadura del sentido lingüístico ordinario rechaza se convierte en materia escritural. De lo que no se puede hablar, hay que escribir: la página en blanco como último refugio, construido a base de materiales diversos, de trozos de vida reutilizables, contra nuestro tiempo y con nuestro tiempo, para una experiencia propia del lenguaje.


Juan Manuel Romero











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