El caso del inglés Gerard Manley Hopkins (Essex, 1844-Dublin, 1879) es uno de esos prodigios en que un autor va construyendo su obra poética en secreto y, mucho después de su muerte, esa obra provoca un hechizo contagioso en incontables poetas y lectores de su lengua y de otras muchas áreas lingüísticas. En esto G.M. Hopkins nos recuerda a San Juan de la Cruz o a su contemporánea Emily Dickinson. En efecto, el brillante estudioso de Lengua Clásicas en Oxford y luego sacerdote jesuita guardó sus grandes poemas como escritos íntimos, hasta que en 1918, gracias a la edición de su amigo Robert Bridges, vieron la luz replica rolex y fueron difundidos como un inevitable vendaval.
Conocedor de la poesía antigua y moderna, además de los movimientos poéticos más renovadores de su tiempo, la poesía de Hopkins, como toda obra excepcional, no se sabe de quién recibe sus influencias, pues toda su vasta cultura parece nada cuando escuchamos una voz tan inocente y poderosa a la vez, tan capaz de sintetizar en
Replica Balenciaga Handbags unas pocas palabras los bríos de la naturaleza y del espíritu, tan llena de luz cristiana y, al mismo tiempo, tan abierta al lector de cualquier creencia.
La poesía de Hopkins ha tenido varios traductores a la lengua castellana, con mayor o menor acierto. La tarea, objetivamente hablando, no es nada fácil, pues la escritura poética de Hopkins no sólo ofrece unas innovaciones métricas muy llamativas para la lírica inglesa de su tiempo, sino que su peculiar superposición de imágenes también dificulta la obtención de un texto castellano que tenga valor poético de verdad. Al lector no iniciado le recomendamos la pequeña antología bilingüe del poeta José Julio Cabanillas, Poemas (Sevilla, Ed. Renacimiento, 2001), de la que extraemos estos tres poemas (lamentamos no poder reproducir aquí, por razones de espacio, el canto inolvidable sobre "El naufragio del Deutschland").
Ramas de Fresno
Nada de lo que veo, rodando por el mundo, nutre más el espíritu o alienta hondas palabras que un árbol con sus ramas abiertas hacia el cielo. Estas ramas de fresno: si apretadas y firmes en invierno, en tiernas crestas de húmedas pestañas se despliegan y anidan nuevas en los cielos altos.
Ellas tocan el cielo, tamborean; ¡cómo arañan sus garras la espejeante bóveda enorme del invierno! Marzo en ellas funde nieve y azul, y un hilo roto de verdor ajado. Es nuestra vieja tierra aupándose, escalando a tientas al escarpado cielo de quien nos ha engendrado.
Hurras por la cosecha
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Ya termina el verano; ya en bárbara hermosura en redor se levantan las gavillas. Cómo va el viento. Qué amable compostura las nubes de algodón. ¿Alguna vez formaron más esponjosos, libres, ondulados torbellinos de harina por los cielos? Voy, me elevo, levanto el corazón, los ojos. Miro toda esa gloria que en los cielos espiga al Salvador. Y ojos, corazón, ¿qué miradas, qué labios alguna vez os dieron, más exacta y ardiente, respuesta a vuestro amor? Y las lomas colgadas del azul son su hombro; de Él, que sostiene con majestad el mundo, robusto garañón, dulce, violeta. Todo eso estaba aquí, mas no quien lo mirase. Al reunirse los dos le nacen alas al corazón y a Él corre, se levanta. Toda la tierra es poca para alzarla a sus pies.
El mar y la alondra
A mi lado dos sones muy viejos, inmortales. A la derecha, olas rompen contra la playa con un vaivén crispado o silencioso, eterno mientras crezca la luna o se retire.
A izquierda, desde tierra, oigo subir la alondra. Su alborotado, fresco acorde serpentea en rizos, libre, y gira en remolinos, y derrocha su música y la vierte, hasta agotarla toda y consumirse.
Ellos dos avergüenzan nuestra ciudad trivial. Claman contra este tiempo turbio y sórdido. Y nosotros, orgullo de la vida y ansiosos de corona,
perdimos la alegría, el esplendor primero de la tierra. Nuestro ajetreo y descanso se deshacen, y el polvo deprisa fluye al barro original del hombre.