La condición fragmentaria ya no es novedad ontológica pero para muchos lectores de poesía –y particularmente de poesía española– sí puede (¿debería?) serlo su formulación. Echado a perder (IX Premio Internacional de Poesía Generación del 27), tercer libro del madrileño Carlos Pardo, es un texto cuando menos interesante por lo que incorpora de generacionalmente evolucionado en su mero punto de partida poético.
En efecto, ante una realidad que perdió por completo su condición unitaria (y por lo tanto satisfactoriamente representable) el siglo pasado, ante un yo que desde Rimbaud, nada menos, ya se sabe siempre otro y condenado a una precaria realización de sí, el sujeto poético de este texto deja atrás el estupor y opta, más que por hacer una representación textual de la (dolorosa, sí) fragmentación del ser (Ashbery), por asumir dicha condición antes de tomar la palabra. Un yo poético reconocible y tan potente en esa autoconciencia radicalmente irónica de la diversa gama de precariedades que le acosan, que, en la progresión de la lectura, va configurándose como ese tipo descreido y a la vez ineludiblemente implicado en su/la vida que observa por detrás incluso de quien habla. Lugar este que posibilita esa formulación novedosa a la que me refería.
Aunque en poesía tiene más sentido hablar de “asuntos consustanciales” que de temas, hay dos aspectos que impulsan semánticamente el texto: el re-encuentro con la experiencia amorosa y la precariedad del lenguaje para representarla; como víctima y a la vez construcción de esta dialéctica, siempre la maltrecha identidad (Alguien está tensando / la malla de los términos, / pero dónde suceden las palabras de amor / y quién se atrevería a mantener / tirante el arco rilkeano / sin dispararse en una identidad). De resultas de esta tensión autoconsciente, surge también un romanticismo reconfigurado. Tanto por su “contextualización” en el presente histórico y sociológico (A ti y a mí / bajo el caparazón de un cielo rosa / nos cuida el siglo XXI) como por su metaforización irónicamente culturalista (Te quiero al modo de los viejos / pintores del trecento). Juzgue cada quien si se trata de un avanzado figurativismo emocional o si es que los tiempos que corren son prosaicos y sus vates proponen otra clase de lirismo, quizá mas ad hoc con un siglo sin figuras para el drama.
La conciencia de las limitaciones del lenguaje para vehicular lo amoroso, tanto a nivel interno como en relación al otro (Nadie a quien entregarme / sino a ti, narrataria) se expande a lo largo del texto en una discontinua reflexión metapoética que alcanza desde la ironía (otra vez) a la elaboración poética misma (En la luz laminada / las antenas sintéticas. / Me arrepiento de haber dicho sintéticas).
Pero ojo,best replica watches que no disuadan al lector estas abstracciones hermeneúticas, siempre prescindibles. Lo que se va a encontrar al ras de los versos de Pardo es un espacio vital reconocible, lleno de referentes cotidianos y culturales, de piel, de vinculaciones, de supervivencia urbanita y de una domesticidad que trata de subvertirse positivamente en su peligrosa capacidad de doblegar al hombre (parece que el libro iba a llamarse La fuerza domesticadora de lo pequeño).
Un espacio habitado por un sujeto para quien el descreimiento no es una opción vital en la que quedarse a mal vivir sino el fruto ineludible de la lucidez, a partir del cual son posibles el gesto voluntarioso (No sólo tengo ganas de decir, / sino de golpear la puerta sin intención de abrirla) y una clase de búsqueda que se sabe de antemano relativa en sus hallazgos: Vivo un vida desapercibida. / Y esta autoafirmación / es humildad, es humildad.
Un yo que no pierde de vista su dimensión colectiva (Los que son como yo / o son yo sobrellevan / cada uno / la carga del más próximo. / Nos deprimimos juntos). Y que, en definitiva, se sabe sólo habitable desde la conciencia de su mutilación (ese trozo soy yo) y sólo redimible en su apuesta por una comunicación que es imperfecta, sí, pero perentoria: Hablar para salir airosos de la vida / por los caminos del lenguaje.
Julieta Valero