Jaime Siles (Valencia, 1951) no necesita a estas alturas de una presentación exhaustiva ante el lector de poesía. Habitualmente encuadrado dentro del conjunto de poetas que comenzó a publicar en los últimos años de la década de los sesenta y el primer lustro de los setenta, que tuvo en la célebre antología de Castellet su piedra de toque, ha recibido premios como el Ocnos, el Nacional de la Crítica, el Loewe y el Generación del 27, ha traducido a Catulo, Celan, Wordsworth y Arno Schmidt y ha compaginado esta trayectoria literaria con una brillante carrera académica que le ha empujado por media docena de universidades, sobre todo del mundo germánico.
Dejar una muestra representativa de esos casi cuarenta años de cultivo de la palabra en una antología no era tarea fácil. En el caso que nos ocupa, se ha optado por una muy exigente selección de poemas memorables, dividida en tantas secciones como poemarios originales ha publicado el poeta, en una secuencia cronológica que respeta la fecha de edición (salvo en lo que se refiere a El gliptodonte, que al parecer se ha situado siguiendo otro criterio: el de la fecha de escritura) y permite así al lector hacerse cargo de la evolución de la voz de Siles mediante unos pocos ejemplos. Una decantadísima ejemplaridad: de hecho, hay algunos libros de los que sólo se ha recogido un poema.
¿Cuál es esta evolución? O, dicho de otro modo, ¿qué idea de conjunto de la poesía de Siles se bosqueja aquí? Su primer volumen de poemas, Génesis de la luz (1969) participa de aquella vertiente imaginista o surrealista con la que algunos novísimos deslumbraron a los lectores a finales de los sesenta y contestaron la poética realista que predominaba, a través de distintos grupos, tendencias y generaciones, desde la primera posguerra en España; el libro delata desde el propio título ese entusiasmo “paradisíaco” por el mundo, de lejana filiación aleixandrina, en un momento en que la casa del futuro Nobel de la calle Velintonia era centro de peregrinación de los poetas jóvenes y no tan jóvenes y en el que en aquella búsqueda de belleza desusada y gratuita, sin los lastres y aranceles del realismo social, se cifraba un remedo de libertad que recuperaba voces anteriores al desastre de 1936 y postergadas durante décadas. (Dicho sea de paso, había aquí más de un equívoco: el Aleixandre que recibía visitas en aquellos años no era ya el de La destrucción o el amor sino el de Diálogos del conocimiento; rolex replica italia y aquel irracionalismo iniciado en títulos como La muerte en Beverly Hills no suponía necesariamente una actitud escapista sino precisamente un enjuiciamiento de la cultura moderna, sólo que a contrario, a través de los fenómenos más novedosos y en una atmósfera asfixiante que denunciaba las prisiones del sujeto individual). Con versos como La luz es un ave que se quema, / que se inflama encendida, que se nace / del carcaj de la noche, saeta en la distancia, Siles da muestras de un simbolismo poderoso pero menos críptico, más legible que aquel de Gimferrer, y que permanece aún en una actitud celebrativa. Hay, así, al menos dos Aleixandres resonando tras la voz de aquellos poetas jóvenes de los sesenta: el de “El vals”, pero también el de “Criaturas en la aurora”.
Los siguientes títulos de Siles se alejan de esa actitud más o menos naïf en lo que tiene de despreocupada confianza en el lenguaje. Biografía sola (1970), que por un momento sugiere un regreso a la poesía testimonial y narrativa, participa de aquel entusiasmo genesíaco pero anuncia un cambio: una voz adelgazada, menos torrencial, que abandona el versolibrismo y el versículo para empezar a ceñirse a metros convencionales (algunos, como el heptasílabo, tan frecuentados a lo largo de toda su obra) y una elevación del lenguaje, el instrumento que maneja el poeta, a problema. Poemas como “Silencio” dan testimonio de esta vertiente de la poesía de Siles, que le lleva a entroncar por momentos con voces como la de Valente o a adelantar de lejos la “poética del silencio” de los ochenta, con su aspiración a la intuición de la unidad desde la puesta en suspenso del lenguaje por el lenguaje mismo:
Equilibrio de luz
en el sosiego.
Mínima tromba.
Ensoñación. Quietud.
Todo:
un espacio sin voz
hacia lo hondo oculto.
Canon (1973) prosigue la senda iniciada en Biografía sola: el título nos devuelve precisamente a esa voluntad de autoanálisis, de escrutinio del lenguaje y de la poesía, que supone el hilo de continuidad más visible en la obra de Siles: su naturaleza metapoética, sugerida aquí en la caracterización del lenguaje poético como música más que semántica, en la tradición de un Pater o un Valéry. Esta senda, me parece, se continúa en gran medida en los siguientes libros –Alegoría (1977), Música de agua (1983), Tratado de ipsidades (1984), Columnae (1987)…- y se bifurca en dos caminos complementarios: en uno, de signo más lúdico, el poeta se aferra al mero cuerpo fónico de la lengua, como se manifiesta en las aliteraciones y otros recursos, y no siente empacho alguno en mostrar una morosa y enfática delectación en la pura dicción y en sus acentos, como sucede en “Hacia la página”, donde las palabras son húmedas, ígneas, líquidas, lejanas o frías, fúlgidas, férvidas, selváticas o ácronas, créticas, crípticas, cromáticas; en el otro camino, más dramático, reflexividad y autorrepresentación parecen obligar a la parquedad, pero a su vez esa parquedad se ve acechada por el peligro del solipsismo; la puesta en cuestión del lenguaje lo es también del mundo, hasta el punto de que la realidad extraverbal casi termina por revelarse mostrenca, despreciable, nula. Tu hueco firme –dice Siles en “Obertura y silencio”- no conoce otro / sonido sino / el de su propio eco.
Semáforos, semáforos (1990) supone una relativa ruptura con esa senda, un retorno a una relación menos problemática con el mundo y una interrupción de esa noción autoanalítica del lenguaje. Aquí, en una trayectoria paralela a la de su compañero de generación Luis Alberto de Cuenca, que se había adelantado con La caja de plata, Siles aúna cultura, coloquialismo y cotidianeidad en los celebrados “madrigales urbanos” por donde desfilan Acis y Galatea, alusiones a Lucrecio o iconografías helénicas. El arquetipo realizado: culturalismo, sí, pero no ya del género que en la década anterior solía conducir a un rosario de intertextualidades, en un frío rompecabezas que parecía reclamar una edición anotada en cada verso; aquí las alusiones quedan reducidas a una anagnórisis en el mundo de la experiencia, vienen a enriquecer ésta con imágenes muy disfrutables. Valga como ejemplo “Friso de los arqueros”:
Me miraron sus gafas
de destellos certeros
y recibí las flechas
de todos sus arqueros.
El carcaj era ella.
El cambuj era Eros.
Todos los peatones
quedamos prisioneros.
En fin, ninguna opción poética queda exenta de peligros. Si una poética realista y narrativa puede resultar insípida en ocasiones, una más audaz y de altos vuelos sufre la amenaza de la obscuritas, el desatino o el exceso de ambición. Y Siles sortea casi siempre esos peligros con una notable habilidad, porque en su caso el peligro es triple: sobre su complacencia en la música y la dicción se cierne la amenaza del poeticismo; sobre su culturalismo, la de la pedrería; y su inquietud metapoética se ve constantemente amenazada por el nihilismo y el prosaísmo, por una tentación ensayística que despoja a la poesía de autenticidad lírica, con esa retórica de la derivación y el polípote que casi recuerda la parodia cervantina del lenguaje conceptista -“La razón de la sinrazón…”- y que por un momento parece asomar en poemas como “Unidad de la nada”: Entre el sentido y el contrasentido / vacío vaciedad desde un espacio / que antes de mí, tan sólo es pensamiento.
Son escasísimas sombras en un amplio espacio luminoso: Siles escribe desde la conciencia de que no está el poema / en las oscuridades del lenguaje / sino en las de la vida y, por tanto, de que técnica, saber y lenguaje son ríos que o bien desembocan en el mar o se extravían y quedan estériles. Al mismo tiempo, extremadamente púdico y sabedor de que un poema es una forma de verdad / que necesariamente engendra su propio personaje, Siles administra con tino la ficcionalidad natural de la poesía para erigirla al mismo tiempo en realidad autónoma y en mediación hacia la existencia: la palabra como acto, pero también como reflexión que no da a la espalda a la vida, y que en Himnos tardíos (1999) alcanza una dimensión ética.
Una antología como la presente supone una ocasión para evaluar una trayectoria y ensayar una visión de conjunto. Modestamente, creo que el lector encontrará en esta Antología poética razones para pensar que la obra poética de Siles se encuentra entre lo más valioso de su generación. Desaparecidos precozmente algunos de sus miembros, o desertores de la poesía por otros géneros, o sumidos en prolongados silencios, o escritores en lenguas distintas del castellano, o caídos en un esteticismo de cartón piedra, muchos de los que componían aquella nómina original parecen haber perdido su vigor o su vigencia; en cambio, otros que no se encontraban entre los protagonistas de la fiesta en el momento fundacional –como Colinas, De Cuenca o Villena- se han reinventado a sí mismos o han evolucionado con acierto. Siles pertenece a este segundo grupo: su trayectoria demuestra que se trata de un poeta de largo recorrido, que conjuga variedad (formal, tonal, temática) y coherencia y que es capaz a un tiempo de recoger elementos de la tradición y adelantar otros que serán recogidos por los poetas futuros. Su Antología poética se ve completada por un correcto estudio preliminar de Rosa Navarro y una nota bibliográfica para quien quiera leer más.
Gabriel Insausti
Fotografía de Manolo González