Se trata del cuarto y último poemario hasta la fecha de José Jiménez Lozano (nacido en Langa en 1930; Premio Nacional de las Letras en 1992 y Premio Cervantes en 2002), donde, pese al título, y como dice el propio autor, no todo son ni elogios ni celebraciones.
Podríamos decir que es un libro epigramático, en cuanto que los poemas, lejos de una retórica compleja o retorcida, son breves síntesis de pensamiento e intuición. Escritos con sobriedad, los poemas no suelen tener más de tres o cuatro versos, y presentan habitualmente una métrica y una rima libres, muy apartadas de los cánones tradicionales. Y es que Jiménez Lozano, tanto en su prosa (donde sus cuentos son breves y claros) como en su poesía, sabe bien que el fulgor de la Belleza (esa Belleza con mayúscula tan olvidada por los mass media) no depende de juegos estilísticos artificiales o impuestos por el autor, sino de la verdad misma de las cosas, de su brillo claro y sencillo. Como decía Adam Zagajewski en su libro En defensa del fervor, “hemos aprendido a valorar las cosas porque existen. En la edad de las ideologías aberrantes y del disparate utópico, las cosas perseveraron en su dignidad pequeña pero contumaz. Y no sólo esto: hemos aprendido a valorar las cosas también porque todo lo que les concierne es claro, neto y bien definido. Nada de nebulosidad, nada de retórica, nada de exageración”.
Por ello, en el libro de Jiménez Lozano brillan por sí solos el vuelo de una garza, la luz de una candela, la blancura de la nieve, la letra de una canción o el fulgor de las estrellas en la noche cerrada. Las cosas de la vida cotidiana son el mejor testigo de la Verdad y de la Belleza, y el que sabe verlas sabe preguntarles por su misterio. Ésa es la labor del poeta: saber preguntar para recibir el don de la creación. Por ello, la voz del poeta se nos presenta como un hombre que sabe salir a la calle y mirar las cosas amándolas, cuidándolas, dialogando con ellas. El poeta se sabe rodeado del regalo precioso de la realidad más pura, que, no sabemos por qué inmenso amor del más allá, le es presentado como un don gratuito. Como decía el propio Jiménez Lozano en su último libro de memorias, “estoy solo, y todo el hermosísimo espectáculo es para mí; pero también se desarrollaría igual si no hubiera nadie. Es un derroche realmente. Proseguirá cuando el hombre no esté ya sobre la tierra”. ¿Por qué tenemos la suerte de presenciarlo?
Sin embargo, en todo el poemario se ve reflejado que este amor por la realidad no es un mero refugio materialista o puramente terreno. La Trascendencia, la Presencia de un Yo personal por encima del devenir de los días y de las cosas, se nos presenta como el mayor de los misterios del hombre, y quizás como el fin al que nos llevan las cosas y su verdad. Por ello, mediante referencias a la Mitología o, en mayor medida, a la Sagrada Escritura, la búsqueda de Dios y la concepción del hombre como homo viator, siempre anhelante, es continuo y muy significativo en el libro. Sirva como ejemplo el poema “Emaús”: Haces el camino de Emaús, / solo o acompañado, con frecuencia; / y ningún desconocido se unió al viaje, / nunca. / Mas Emaús está aún lejos; / quizás más adelante ocurra.
Es, por tanto, un libro donde el poeta alza su mirada por encima de la prisa y la superficialidad de la vida moderna, y centra su atención en esas cosas que perennemente nos hablan de la vida y de la muerte, del mundo y del hombre. Por ello, sus versos se alzan por encima de lo caduco, y ofrecen al lector un sabroso fruto de reflexión y mirada atenta. Que lo disfrute el lector que sepa leer con cariño.
Javier Moreno Pedrosa