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Leve, brillante, vitalista

Mario Quintana, Puntos suspensivos, Los papeles del sitio, Sevilla, 2007.

Mario Quintana (1906-1994) fue un gran poeta brasileño hasta hoy casi desconocido en nuestro país. Su larga trayectoria, desde A rúa dos cataventos (1940) hasta A cor do invisível (1989), pasó desapercibida fuera de las fronteras de su lengua, lo que no es, por desgracia, demasiado infrecuente. A Brasil se le conoce más por Paulo Coelho que por Drummond de Andrade, Guimaraes Rosa o Mario Quintana. Sin embargo, pasado ya el siglo del aniversario de su nacimiento, su poesía tiene muchos puntos para leerse con una enorme actualidad, por su ironía, por su difícil espontaneidad y por su ligereza de expresión, que encubre consideraciones sorprendentemente originales. Quién sabe si Quintana no se convertirá en un punto de referencia entre muchos poetas jóvenes en España. A uno, al menos, le gustaría que así fuera.

Hace algunos años, poco antes de morir, Italo Calvino reclamaba, entre otras propuestas para el nuevo milenio, la levedad como forma de expresión artística. Nunca he sabido bien qué quería decir con “levedad” el autor de El barón rampante, tan leve él mismo que disfrazaba de retórica brillante lo que era escepticismo y pensamiento débil. Quizá la ligereza, el humor junto a la levedad y la “amenidad”, si de esto último se puede hablar en poesía, sea un botón del estilo de Quintana. Pero nuestro poeta, con sus comentarios irónicos mezclados con un extraño angelismo, parece tan escéptico que duda de su propio escepticismo. La paradoja es una de sus armas favoritas, lo que le lleva, más que al cínico descreimiento, a una afirmación vitalista de los poderes de la palabra: Un buen poema, aunque de Dios se aparte, / un buen poema siempre se acerca a Dios, declara enSi fuese sacerdote”.

Poetas sobre la escritura hay muchos, demasiados incluso, pero no son tantos quienes son capaces de acertar con la tecla sin aburrir al lector. Uno de los grandes temas de Quintana es la reflexión sobre su propio quehacer, lo que no es, por cierto, pretexto para lanzar grandes palabras, simbolismos herméticos que disimulan un par de lugares comunes sacados de un Heidegger de segunda mano. En realidad, el valor de las cosas estriba en la atención por lo pequeño y lo inmediato, tocados con una ternura singular. No me resisto a citar esta extraordinaria “Inscriçao para um portao de cemiterio”:

Na mesma pedra se encontram
Conforme o povo traduz
Quando se nace –una estrela,
Quando se morre –una cruz.
Mas quantos que aquí repousam
Hao de emendar-nos assim:
“Ponham-me a cruz un principio…
E a luz da estrela no fim!”

Imposible, por último, no hablar de la traducción. Bousoño decía que el idioma portugués es el más hospitalario para los traductores españoles de poesía. Las versiones de un Pessoa o un Drummond de Andrade son más legibles en castellano que en otras lenguas. Aun siendo esto bastante cierto, no cabe duda de que un poemario titulado A Rua dos cataventos pierde mucho cuando se lee como Calle de las veletas. Incluso un traductor tan imaginativo como García-Máiquez retrocede en versos como naquele tempo de espantos e encantos y simplemente musita: en aquel tiempo (pp. 64-65). “Espanto” se traslada como “sorpresa”, “asombro”, “prodigio”, según los casos. “Voto a Dios, que me espanta esta grandeza”, como  escribía Cervantes, pero ya no usamos esta palabra con ese sentido. Traducir a Quintana no es tan fácil como parece. Pero por suerte una conexión profunda con el mundo del poeta corre en ayuda del traductor. A Enrique García-Máiquez se le nota que se divierte cuando traduce, se le adivinan sus afinidades electivas y, aunque procura seguir los pasos del poeta brasileño, en ocasiones se permite inventar juegos de palabras, eso sí, siempre de gusto quintanesco. Valga el ejemplo siguiente: Se eu lá entrasse, seria Rei, / Ou morreria nalgum suplicio… / Crimes que lá cometerei / Nao deixariam ningum indicio. La versión española dice así: Si entrase allí, no sé, / sería rey, o reo en un suplicio… / Reo no creo, el crimen que allí yo perpetré / no dejó ni un indicio. Y al final del mismo poema, en una broma privada, “Marqués de Maricá” (localidad cercana a Río) se transforma en “Marqués de Benzelá”. Aviso a los puristas: estas licencias no constituyen mayoría. Por el contrario, el respeto al original es casi siempre el máximo posible y, cuando el traductor se la juega, se queda en chispazos de ingenio que, aunque traicionen la letra, se adhieren hondamente al espíritu de Quintana. Allá en el cielo, el poeta sabio y socarrón estará leyendo estas versiones y sonreirá; él, que también fue traductor, sonreirá complacido.

Javier de Navascués










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