Rosa Fernández Urtasun recoge en este volumen las cartas que se enviaron Ernestina de Champourcin y Carmen Conde entre 1927 y 1995. El grupo más numeroso corresponde a las que datan de 1927 a 1931 -casi diarias-, puesto que después, como se explica en la introducción, los avatares de la guerra y del exilio hace que se pierdan la mayoría de ellas. Además, a partir de la carta del 17 de julio de 1928 ya no tenemos más de Carmen Conde, a excepción de alguna que otra muy posterior, lo cual hace que tengamos que conformarnos con lo que vislumbramos de ella a través de las palabras de la Champourcin. Así pues, al filtro que supone toda escritura para conocer a su autor, y las dos tenían plena conciencia de que dicho filtro se estaba colando entre las líneas de sus ardientes manifestaciones de sinceridad, hay que sumarle el añadido de tener que conocerla por la recepción que de sus palabras ha tenido la otra persona y deja entrever en sus cartas, siempre sujetas al formalismo epistolar del momento. A esto hay que añadirle la voluntad expresa de ambas por también hacer literatura con sus cartas que, en su concepción, es lo que las dignifica.
La primera cuestión que se plantea es la de la vinculación de esta obra al género literario epistolar, género perfectamente delimitado por la preceptiva clásica y con una finalidad didáctico-ensayística definida. La tendencia más reciente a recopilar el intercambio de cartas entre personas relevantes del mundo cultural, político o social, responde en términos generales a un interés que corresponde más a la Historiografía que a la Literatura. En este sentido, esta obra se inserta en el proceso de recuperación al que se está viendo obligada la Historia, y en concreto la Historia de la Literatura española, debido a los muchos olvidos heredados de una serie de escritores, más o menos relevantes, pero, al fin, necesarios para entender cabalmente el momento histórico al que pertenecen. El caso de Ernestina de Champourcin y Carmen Conde, al margen de lo que puedan significar como abanderadas de la literatura femenina y de la relevancia poética y narrativa que puedan tener, que, desde luego, la tienen, en estas cartas se nos muestran en sus titubeantes inicios literarios y, fundamentalmente, revelan el paradigma del sentir, del quehacer y del vivir modernista a través del filtro juanramoniano, con las particularidades propias de sus estatus social y de su ser mujer en la primera mitad del siglo XX. Creo que no hay que dejar de tenerlo en cuenta para valorar en su justa medida la publicación de estas cartas. Estas dos escritoras son ejemplo de que entre modernismo y vanguardia no hubo ruptura absoluta y que hubo un periodo de intromisión, si bien es cierto que en estas autoras se da siempre a la luz del magisterio de Juan Ramón Jiménez, con retraso y sin demostrar ideación propia, algo por otra parte característico de la vanguardia española.
Modernismo-impresionista es el que adopta Juan Ramón, con todos sus tópicos, y el que imitan las autoras que nos ocupan (por lo menos Ernestina de Champourcin, que es de la de que podemos hablar con más propiedad al tener mayor número de cartas). Hay que decir que la influencia de otros autores también se hace sentir con fuerza en esta primera época, como es el caso de Antonio Machado o Gabriel Miró, pero que no vamos a detallar por no extendernos demasiado en esta reseña. Caracteriza al de Moguer el uso que hace del color, de la aprehensión de la realidad a través del color. Del mismo modo vemos que son frecuentes las ocasiones en que estas autoras reflexionan sobre los colores blanco y negro o presentan sus estados de ánimo con colores. Señal de época también es el amor a los místicos (San Juan de la Cruz, Henri Brémond… son lectura asidua de Ernestina), el retorno a los primitivos tal como lo vemos en Valle-Inclán, la exaltación del Greco, que casa muy bien con lo difuso y espiritual de sentir la poesía que tienen estas autoras, y la nostalgia oriental que enarbola Villaespesa pero que se hace sentir en la sensualidad que manifiestan en sus cartas. Estos elementos, entre muchos otros, constituyen el exoticismo que caracterizó a la primera mitad del siglo.
Es sabido que Juan Ramón con el Diario de un poeta reciencasado (1917) da un giro en su trayectoria poética y sirve de catalizador para los nuevos poetas que buscan algo distinto al decadentismo modernista. Juan Ramón con este libro se orienta más decididamente, y es lo que vemos en estas cartas diez años después, hacia la poesía interior. Tal vez por herencia de Verlaine, sustituye el color por el matiz, haciendo alarde de un conocimiento cromático que lo emparenta con la pintura impresionista, y concibe ese amor por la belleza pura para los corazones y para el silencio, no para el aplauso ni para el triunfo. Esa voluntad de pasar desapercibida caracterizará a Ernestina de Champourcin toda su vida. Metafísica, meditación, rimas rotas, inquietudes ascéticas… hermana al poeta de Moguer copie montre omega y a sus discípulas con el exiliado Unamuno y con los poetas franceses del momento. La voluntad de ser vanguardistas o, más bien, ser modernas, se concreta con el recurso de la prosa poética, de encontrar el vehículo para la poesía moderna en la prosa. Aunque ninguna de las dos demuestra una reflexión profunda y, mucho menos, innovadora de la poesía, supieron y quisieron estar atentas a los cambios que se iban dando en el panorama literario internacional.
La edición de estas cartas nos aporta muchos otros datos que la hace valiosa. La visión femenina de las costumbres del momento, del mundo cultural de la capital y de provincias, de la llegada de la República, de la dificultad para publicar o para pasear sin “carabina”… en fin, otra visión más de principio de siglo. Sin embargo, se echa en falta en esta edición un índice onomástico, la numeración de las cartas, y un apéndice documental, del mismo modo que se lamenta las erratas que saltan a la vista en no pocas ocasiones. Sin duda era necesaria la publicación de estas cartas, que nos ayuda a tener una imagen completa de sus autoras.
José Manuel Pons