Desde la hermosa ilustración de la portada, este breve poemario crema promete al curioso asaltador de librerías el recreo contemplativo del otoño. Y las cincuenta silvas que siguen, además de demostrar la eficacia de esta estrofa para detener y dar forma a la meditación fugaz, regalan al curioso que cedió a la tentación, en una hora cualquiera de mayor intimidad, toda la materia de los días de noviembre.
Pero ese otoño sucede, con motivo de una reunión familiar, en Suabia –los hayedos, la alfombra de hojarasca en los jardines, los esbeltos fantasmas de la lluvia, las callejas, las casas con buhardilla, la luz como un cuchillo, las vírgenes barrocas-, y sucede por tanto como nunca había sucedido antes. La novedad y la peculiar belleza de ese otoño, que fue el otoño de Brahms y el de Hölderlin, parecen devolver al poeta la esperanza de los indicios prodigiosos que puede albergar la rutina: “Un puñado de arroz / (...) / el olor a manzanas, / la luz esquiva que huye en los cristales, / (...) / Nos queda todo eso, / como si nos quedara el infinito”. Algún poema impresionista, cuajado de objetos y colores, revela la urgencia por eternizar estampas, perspectivas, instantes cotidianos.
Otras composiciones, más meditativas, tratan de dar una respuesta al enigma que plantean un entorno y unas gentes que el poeta percibe indescifrables. Y es que las caricias del otoño alemán llevan de la mano graves preguntas acerca del misterio de la vida y del hombre, así como un insoslayable sentimiento de soledad. Para enfrentarse a esas cuestiones, el poeta solicita la ayuda de la Naturaleza –“conversar con los árboles / termina siendo una necesidad / para saber un poco más del hombre”-, de los muertos y de los niños.
Al aliarse con Eduard Mörike, poeta romántico que le precedió en Suabia –“aquí vivió un poeta, no parece / que congeniase mucho con la vida”-, la meditación sobre el misterio existencial se convierte en una serie de consideraciones sobre la capacidad de la poesía para resolverlo; y entonces aflora la controversia que se agita en el yo profundo de todo aquel que ha nacido destinado al verso –ese “medio decir”, ese decir “oscuramente”-, el duelo en que se baten con igual destreza la serena confianza y el amargo escepticismo respecto a la palabra poética. “Para nombrar el mundo, / que es claro y misterioso como el agua, / busco nuevas canciones que resuenen / como un campanilleo en la memoria”. Pero al mismo tiempo, “la poesía no salva. / Nos lleva de la mano hasta imposibles / que hablando de la luz dejan a oscuras”; “¿para qué escribir versos? / Las palabras no saben decir nada, / también suenan a nada”; en fin, en cuanto a los versos, “si se pierden, ¿acaso habrá un vacío / que duela a algún iluso quimerista?” No obstante, ¿no es verdad que Mörike permanece en aquello que escribió: una cuenta de gastos y unas tristes canciones?
Más claridad le ofrece la mirada de los niños: su docta ignorancia le anestesia. “No quisiera / sacarles de su error, pero está claro / que únicamente yo / conozco la verdad de la alegría”, piensa Johannes mientras contempla a los mayores. Y Matthias, ante su abuelo Carlos: “Debes de ser tan viejo como el mundo, / de ahí que casi sepas de la vida / lo mismo que sé yo”.
Y las preguntas quedan sin respuesta, pero el alma queda serenada. Y he ahí, quizá, el fruto del esfuerzo poético.
Gonzalo Salvador