Declaración de intenciones: me considero una lectora omnívora y tolerante. Procuro extraer, de cada libro, algo positivo: suena muy new age, pero estoy segura de que cada poemario —por muy desastroso que parezca— contiene unos versos deslumbrantes, una imagen que se muda a tu cuaderno de metáforas preferidas, o esconde horas y horas de trabajo, noches en vela ajustando la estructura, corrigiendo cada texto hasta hallar la palabra exacta o la expresión de menos. Me esfuerzo, de verdad, quizá porque creo que en esto de la literatura merece la pena disfrutar más que padecer. Mensaje a pesimistas: lo logro casi siempre.
Todo flota, reconozcámoslo de entrada, es un poemario irregular. Contiene páginas de altura, intensas, hermosísimas —“Domesticando demonios”, “La chica de los sueños de las chicas”, “Trascender”—, pero también otras que se zambullen en lugares más comunes, en los tópicos más molestos que rodean a la poesía: sin sombras, sin pajarillos, pero con textos en mente como “Shhhhhhhh”, “Casi” o “Inexplicable”, que se asemejan más a páginas de diario que a poemas listos para editar, y que merecerían alguna revisión rigurosa. El planteamiento del poemario resulta original, y llamativo: las conversaciones entre la autora y su hija, Frida, una niña de pocos años que nos regala pequeñas frases ocurrentes y divertidas, aforismos de patio de guardería en que residen algunos de los hallazgos del libro, y que actúan como citas de apertura de los diferentes bloques, dando pie a los poemas que les siguen.
Una de ellas actúa como guía para Todo flota: mamá, ¿puedes dejarme tu voz y yo te dejo la mía? La voz poética de Fernández Armero —autora de dos estimables novelas anteriores, Querida Yo y Mil dolores pequeños— camina entre la ingenuidad y la ocurrencia, se cimienta más en los juegos de palabras y conceptos que en los símbolos, es profundamente narrativa y consciente de su lugar y su época. Apegada a la realidad, pero sin ser por ello realista —sus poemas se observan como las fotografías con ojo de pez—, entre sus versos se cuelan —igual que en sus bolsillos— muñecos de un Happy meal, mensajes publicitarios, códigos de barras, lámparas de Aladino, comida japonesa y paradas de metro. No se trata de certificados de modernidad, ni de rastros pop que caducarán: sitúan un contexto, una edad, acercan al lector. Una poesía más íntima que confesional —por mucho que “El horno” nos remita, de forma inevitable, a Sylvia Plath y su magisterio; en cierta sencillez y hondura, la poeta conecta también con Alejandra Pizarnik; “Las piernas de la sibila” es una rareza de otras latitudes—, cotidiana en los diálogos con Frida, en las llamadas de teléfono convertidas en poema, en textos sencillos y verdaderos como “Plantas aromáticas”, y esa vida de sueño rota por el anuncio de la próxima estación.
Todo flota contiene mucho más: es un canto a la levedad —de la vida, de los estados—, a la melancolía, al amor y al desamor, a las pequeñas cosas. Es un libro diferente, en poco semejante a los que ocupan las exiguas baldas de poesía. Merece, por su riesgo —y por su resultado—, una oportunidad. El lector —o la lectora— de extremos y úlceras ante la imperfección hará bien en descartar un acercamiento a Todo flota: mejor que emplee su tiempo en poemarios relucientes, de factura impecable, empeñados en dilucidar los secretos del universo. En mi caso, obviando algunas flaquezas que ya he señalado, Todo flota supuso una lección desprejuiciada, una sorpresa minúscula y feliz: yo lo disfruté, sí, como una niña.
Elena Medel