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Unos cuantos adioses

Rafael Adolfo T�llez, Los pasos lejanos, La Veleta, Granada, 2007.

Al pasar las páginas de Muertes y maravillas, pero también al leer los poemas inéditos del pastor Joseph Uber, puede parecernos que para Rafael Adolfo Téllez escribir un poema es decir adiós a sus seres más queridos, sus “dioses profundos” que en realidad no se han marchado nunca.

Rafael Adolfo Téllez (Palma del Río, Córdoba, 1957) es un artesano de la palabra y del tiempo. Si para Machado la poesía era un diálogo del poeta con el tiempo que le tocó vivir, para Téllez ese tiempo está hecho de personas y paisajes, y la poesía suya parece ser un diálogo interminable con las personas y cosas que amó en un tiempo pasado, y que misteriosamente siguen vivas.

Los pasos lejanos es la recopilación de las obras completas de Téllez, es decir, de sus cuatro libros Si no regresas junto al portón oscuro (1988), Quienes rondan la niebla (1993), Los adioses (1996) y Muertes y maravillas (2004) y los cantos de Joseph Uber, inédito. Téllez nos regala esta cosmovisión completa, esta poética del campo en la que cada palabra adquiere un sentido ancestral.  En las palabras del principio reconoce que ha desechado numerosos poemas de su primer poemario y en cambio ha dejado casi iguales los tres siguientes. No sé qué tiene el primer libro de un poeta, que nunca acaba de gustar del todo a su autor, aunque para los lectores haya sido una aventura reveladora. Personalmente mi libro preferido de este escritor es Muertes billige replica uhren y maravillas, que ha quedado incólume.  Sin embargo he de decir que el universo mítico de Téllez estaba ya, completo, en el poema “Si no regresas junto al portón oscuro”, en el que lo mejor es su primer verso, que coincide con el título.  Sabemos ya que la luna, el pozo o el muro van a ser constantes en su poesía, conjuros para una posible salvación o, al menos, para librarse de una condena.

Todos los poetas tienen un tono, una voz que unifica sus poemas, pero a unos se les nota más que a otros. No es malo que así sea. No me gustan los críticos que acuden a una crítica tan fácil y manida, “el autor se repite”… A veces la obligación de un poeta es repetirse, desarrollar el gigantesco monólogo interior que apuntó ya en su primer poemario. Rafael Adolfo Téllez es coherente consigo mismo, con su mundo poético. El portón oscuro enlaza a la perfección con el álbum de familia del segundo libro. Se vislumbran las influencias de César Vallejo y Eugenio Montejo, que acompañarán al poeta hasta su cuarta obra. Predominan los poemas cortos de versos cortos que, luego, en recitales, Téllez entrelazará hasta alargarlos y que adquieran ese ritmo tan característico, ritmo de leyenda contada ante el fogón.

Quienes rondan la niebla comienza con una serie de poemas de amor bellísimos, que no abandonan el escenario campesino, rural, y por ello tampoco les abandona ese aura de leyenda. Para hablar de amor, Téllez habla de sangre, de herencia, y elige palabras sencillas como “cordeles”, “llovizna”, “frescor” o “ropa”.  Para hablar de algo tan verdadero no se necesitan artificios de relumbrón, por eso parece que las palabras fluyen con mansedumbre. Hay imágenes, sí, pero las mismas metáforas parecen emerger del campo, del ajuar de la casa, sin que en ningún momento pueda el lector ver el mecanismo del poema. Acaso sea verdad lo que dijo d´Ors en un recital, que el buen poema era fácil de escuchar pero difícil de escribir. Quizás es en “Donde el aire se reclina a tu vera”, donde esta verdad sencilla y poética se vislumbra:

Dejas, mansamente, en sábana fresca de hilo,
la bronca lujuria de las yeguas,
la furia delicada de las rosas.

Hay símbolos que nos acompañarán a lo largo de toda la antología, como la rosa o la luna.  Y, en estos símbolos, hay introspección que lleva a la nostalgia, y nostalgia que crea belleza:

Si puedes destrozarte un poco más el corazón,
húndete en la noche
y pregúntate qué eres tú a los ojos de aquella a quien amaste.

Con la pérdida de la amada, ésta se convierte de algún modo en parte de quienes rondan la niebla, su nombre pertenece ya a un montón de rosas innombrables.

Es también en este poemario donde Téllez comienza a reflexionar sobre su oficio, en poemas metapoéticos que hablan, como suele ocurrir, de la propia vida.

No quiero escribir
como el huésped de una casa derruida,
sino como el limpio amanuense de los días
con sol.

Los adioses muestra dolor contenido pero también magia, esa “maravilla” de la cuarta entrega que ya se prefigura aquí. Los poemas dedicados al padre muerto o a la hermana muerta, que el poeta no puede amparar, contrastan con la poderosa imagen de la amada como una lámpara encendida, en unos versos plásticos, visuales.

Mi amor, sentada, sola,
contra la oscuridad de la tierra.

Muertes y maravillas contiene el que, a mi parecer, es el mejor poema de Rafael Adolfo Téllez: “Acción de gracias”. Aquí utiliza el recurso tan suyo de ir nombrando, convocando, a distintos personajes, en una enumeración que desemboca en ese caminar a salvo entre las gentes, fruto de haberse detenido junto al portón oscuro. He aquí la coherencia de la que hablé.

También hay enumeración caótica en “César Vallejo”, un poema que aúna todas las presencias del libro. La enumeración le sirve para desarrollar un tema con variaciones, como en una melodía. De cada persona que nombra dice algo, sintiendo piedad por ellos y por sí mismo.

En este libro están presentes la lluvia y el fuego, presencias constantes de su poesía.  En este libro aparece por vez primera Joseph Uber, su heterónimo.

De los cantos de Joseph Uber quiero detenerme en los poemas dedicados a Turóbriga, en mi opinión los más hermosos.

He dicho adiós a mi calle
y al ángel invisible de mi calle.

Es muy difícil conseguir que una despedida sea hermosa: se requiere una concepción mítica de los muertos y el oficio de pensar muy bien cada palabra. Es precisamente eso lo que hace que la poesía de Téllez sea algo más que unos cuantos adioses.

Rocío Arana










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