Las palabras saben de nosotros lo que nosotros ignoramos de ellas.
René Char
Éste es un libro imprescindible. Bonnefoy, el último de los grandes poetas del Siglo, recoge la herencia del surrealismo y entrega sus alas y su libertad a esa naturaleza tanto tiempo maltratada por la poesía. Es un místico, sus presencias son y no son de este mundo, su habitar empieza en otra parte. Si algo se impone en esta poesía es la intimidad, su forma de convocar esas presencias que no siempre parecen humanas, su forma de conocer el dolor de cada encuentro. Bonnefoy sabe echar la persiana en el momento justo para crear el mundo dentro del mundo, y allí oír solamente la respiración de los demás. Sabe que más allá de lo que pasa, más allá de la esperanza, hay siempre un momento en la noche en que es preciso apartarse del mundo y crearse a uno mismo, crearte con los otros y para los otros, y así elevarnos y ser inmortales y seguir teniendo esperanza. Aquí la sombra, y la luz, y la noche, son la única ley. La poesía de Bonnefoy es una habitación absoluta.
La obra de Bonnefoy deja al hombre sólo ante la belleza, lo despoja de todo,Replica Watches nos sugiere que en cada lugar del camino, en cada árbol, en cada cosa que tocamos, en cada palabra que decimos, nuestra vida queda depositada para siempre. Bonnefoy es un poeta fuerte, sólido, moral, contenido. En su diálogo infinito con la materia nos devuelve la idea de la inmortalidad, nos hace perdernos en su bosque, en su nieve, para que decidamos hacia dónde caminar, para que intuyamos cuál es el sitio por el que debemos salvarnos. La palabra de Bonnefoy llena al lector de agua, de madera, de fuego. Tiene la fuerza para hacer que sus palabras se impongan, se oigan más allá y tengan su propia vida. Tendremos que leer el paisaje y el hombre al mismo tiempo, tendremos que construir un nuevo paisaje en el que leer, en el que escribir, en el que buscar respuesta. Esto ocurre también con Edmond Jabès, o con René Char, hombres entregando su vida por una idea, por escribir un único libro, por una palabra que se repite infinitamente. Mucho menos prolífico que estos poetas, Bonnefoy parece haber trabajado cada poema durante años; su palabra ya se ha posado sobre la tierra para ser parte de ella. Su obra es la de un hombre que ha sembrado palabras durante toda su vida y, a medida que el tiempo pasa, las va recogiendo más bellas y más maduras para volver a plantarlas.
La obra de Bonnefoy es plástica, es teatral en su juego de presencias y ausencias. Está instalado en el origen, en un vacío esencial que todo lo acoge. El origen, la madre, la infancia, son inagotables. Leer la obra de Bonnefoy es ver la vida del hombre y la naturaleza, desde su nacimiento hasta su muerte, es entrar directamente a la historia del tiempo y el espacio. Así vemos al niño ponerse en pie, aprender a caminar, caer, quebrarse. En uno de los mejores poemas del libro Bonnefoy escribe, Yo no dormía, / Tenía en exceso aún la edad de la esperanza / Dedicaba mis palabras a las montañas bajas / Que a través de los vidrios yo veía venir. Es sobre esas montañas de la infancia sobre las que el hombre se eleva y es en ellas donde se hunde. Una mañana después de una mañana, una infancia después de la infancia. Son las montañas del dolor primordial del que nos habla Rilke al final de las elegías.
Hay poetas que explican países. La figura de Bonnefoy en la literatura francesa podría compararse a la de Gamoneda en España. Si Gamoneda sufrió durante años la marginación y su obra se crea en un país destruido, la obra de Bonnefoy se desarrolla de una forma natural, ocupa su lugar entre los grandes desde su primer libro. El nosotros contra el yo, la necesidad de unirse contra la de separarse y distinguirse, cuando ya todo ha sido unido y explicado. Acaso sea ésta la diferencia entre la obra común de la poesía (y filosofía) francesa del siglo veinte (Jabès, Blanchot, Char, Ponge, Eluard, Bataille, Leiris, Deleuze, Foucault, y tantos otros), y la historia de exilios y marginación de la literatura española (Machado, Juan Ramón, Cernuda, Zambrano, Valente).
Se ha acusado a Bonnefoy de haberse quedado lejos del mundo en sus textos, pero no es exacto. ¿No está Mayo del 68 en la nieve de la que nos habla Bonnefoy, en sus luces y sus sombras? Nuestra misión es encontrar la historia en las imágenes que el poeta nos da. Ni una cosa ni otra puede negarse. Esta obra no alude directamente a ningún momento importante y sin embargo esta obra es tan importante como cualquiera de esos momentos decisivos. Es imposible aludir ya a las cosas directamente: Bonnefoy nos obliga a pasar por todos los lugares, presencias y personajes, para llegar a la verdad.
Bonnefoy busca el límite, pasea alrededor del precipicio, y esa búsqueda es más profunda y verdadera que el límite. Después de todas las rebeliones, acaso no haya otra rebelión que observar y desaparecer, que hundirse en la nieve. En Bonnefoy se encuentra la pureza del mundo y el lenguaje enfermo del hombre. ¿Pero no es enfermo como el lenguaje tiene más posibilidades de sobrevivir, haciendo que se encuentre con lo que ha sido, con su propia historia, con la belleza que no ha podido destruir? Quién hubiera pensado, antaño / Amiga mía / Mientras el pastor guiaba su rebaño bajo el cielo / Lavando, llegada la noche / La ubre inflamada de la oveja temblorosa / Que un día nos avergonzaríamos de las palabras / Que por nombrar las cosas que son / Podríamos sentirnos culpables. No habrá más poetas como Yves Bonnefoy.
Pasando cerca del fuego
Pasaba cerca del fuego en la sala vacía
De postigos cerrados, luces apagadas,
Y vi que el fuego aún ardía, que estaba incluso
En ese instante en el punto de equilibrio
Entre las fuerzas de la ceniza, de la brasa
En que la llama va a poder ser, a su deseo,
Sea violenta o dulce en el abrazo,
De quien ella ha seducido sobre ese lecho
De hierbas olorosas y de madera muerta.
Él, es ese ángulo de la rama en el que entré ayer
Bajo la lluvia de verano súbita, tan viva,
Parece un dios de la India que mira
Con la gravedad de un primer amor
A aquella que quiere de él que lo envuelva
El rayo que precede al universo.
Mañana removeré
La llama casi fría, y hará
Sin duda un día de verano como todos,
Los que tiene el cielo para todos los ríos,
Aquellos del mundo y aquellos más sombríos
De la sangre. El hombre, la mujer
¿Cuándo saben, a tiempo,
que su ardor se anuda o desanuda?
¿Cuál sabiduría en ellos puede presentir
en la vacilación de la luz
que el grito de felicidad se vuelve grito de angustia?
Fuego de las mañanas,
Respiración de dos seres que duermen,
El brazo de uno sobre el hombro del otro.
Y yo que vine
A abrir la sala, a recibir la luz,
Me detengo, me siento allá, para mirarlos,
Inocencia de los miembros extendidos,
Tiempo tan rico de sí que cesó de ser.
Pablo Fidalgo