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Y dices que me entiendes

Sofía Castañón, Últimas cartas a Kansas, La bella Varsovia, Córdoba, 2008.

Los poemas han de defenderse completamente solos, al menos la primera vez que son lanzados al mundo, así que, convencido de esto, me gusta poco esa renovada manía de poner prólogos a las primeras ediciones de libros nuevos. Los dos que ha publicado hasta hoy Sofía Castañón (Gijón, 1983) van acompañados de una pequeña introducción y, siendo ambas ajustadas e inteligentes, ambas sobran porque –insisto– un libro no debe contener bibliografía secundaria sobre sí mismo.

Animales interiores (Trabe, Oviedo, 2007) venía precedido de dos penetrantes páginas del profesor Leopoldo Sánchez Torre, quien sabía ver en la poesía de Castañón “una mirada sin prejuicios, inquieta, interrogativa, que toma la dispersión como atajo” y analizaba brevemente aquel estupendo debut. Y Últimas cartas a Kansas arranca con una hermosa reseña de José Luis Piquero que adelanta que estamos ante “un libro triste”, algo que confiesa con crudeza casi alarmante el exergo general, tomado de la única novela de Julián Ayesta: “Miró todo lo que pudo, haciendo así provisión de tristeza”. A partir de ahí entramos en Kansas, pero no tanto en la fantástica de Frank L. Baum como en otra más arida, con mujeres / como Tina, haciendo sopas / de pan para ulises en paro (p. 19). Se produce, por tanto, un doble desplazamiento, o una vuelta de tuerca a una metáfora ajena: la Kansas de Castañón no es –como advierte Piquero en su prólogo– la que podemos encontrar en los mapas de América, pero tampoco el hogar al que anhela regresar Dorothy, sino un espacio mucho más “real”, y no precisamente feliz, que contempla la amargura sin renunciar a un aire de cuento que busca proteger los últimos coletazos de una infancia que se escurre, o que aporta un pellizco de magia a un mundo que la necesita mucho más de lo que la merece. La fotografía de Juan Tizón que ocupa la cubierta del libro es, en este sentido, muy significativa, y por lo demás los seis versos del primer poema bastan para refundir desde el principio los mitos modernos de El mago de Oz y Peter Pan con el clásico de la Odisea (Las niñas mayores ya no quieren / volver a Kansas. El mago / evitó rodeos y ahora saben / que allí sigue Penélope / tejiendo mantas / para niños perdidos: p. 17). De esto trata este libro, y se deja claro en los primeros compases para que quien quiera abandonarlo pueda hacerlo a tiempo.

Los que decidan quedarse en él tendrán que enfrentarse a más poemas descarnados pero también disfrutarán de algunas páginas apacibles. Hay, por ejemplo, preciosos poemas de amor, como los del “Tríptico del optimismo” (cuyo título viene a delatar discretamente su carácter de excepción en el conjunto) o el delicadísimo y acogedor “L’astronome qui regarde en bas” (Lavas las manos / en lo profundo del cosmos / mientras me miras / con sonrisa dulce / y dices que me entiendes: p. 36), en el que se pasa de lo impenetrablemente cósmico a lo tiernamente doméstico en un salto de verso, y en el que ese universo desconocido no parece menos hospitalario y amable que el hogar en el que dos personas comparten la intimidad.

Pero también los hay de desamor y, como sucedía en Animales interiores, son el desarraigo y la sensación de extrañeza los que ocupan la mayor parte de estas cartas. Ya en ese primer libro de Castañón se declaraba que Soy esta y veo la vida / pasar desde un tercero / izquierda, con el corazón / de los leones que habitan en Oz (pp. 20-21), y ese mundo de baldosas amarillas (y, sobre todo, las esperanzas y anhelos que las caminan, y la decepción final...) se convierte en una especie de estribillo en esta segunda colección de poemas de la autora, pero igualmente proyectado sobre una cotidianidad y una época muy reconocibles: en las baldosas que miras / –las de la cocina, donde / nunca llegamos a comernos– no hay huellas / de pasos perdidos (“Hoy tampoco llegamos a Oz”: p. 32). Con todo, las referencias a la peregrinación para obtener algo o al mago al que se lo va a rogar son explícitas en muchos momentos (y Kansas como destino ambiguo que a la vez es presencia, y alusiones a Totó, y a los zapatos de la bruja muerta...), pero en general suponen algo tácito, una suerte de música interna que ayuda a comprender la partitura.

Si el mayor defecto que puede sufrir un poema es ser simple, o plano, u obvio..., se podría defender que no es mucho mejor que sea excesivamente inteligente. Es necesario que lo sea pero no demasiado: para eso hay otros géneros, otros cauces de expresión. El terreno de la poesía es más el de la emoción que el de la cerebralidad, más el de la revelación que el del discurso. Pero vivimos años en que muchos poetas viven muy preocupados intentando que sus obras sean o parezcan lúcidas, novedosas, frescas, sorprendentes, ingeniosas…, y ese deseo de impresionar les hace olvidarse de ser sencillamente poetas. Sin sorpresa, desde luego, no hay poesía, y esa sorpresa debe procurar además no ser efectista ni estar demasiado elaborada, sino buscar la humildad, la sencillez, la voz baja. No la del mago que saca conejos de la chistera provocando la incredulidad y los aspavientos y mareos del público (y, después, las ansiadas ovaciones), sino la que, como quería Emily Dickinson en aquel poema suyo, extrae sentidos asombrosos de los significados ordinarios y una esencia sublime de las cosas familiares (que la mejor poesía hace “trascendentales”, pero sin salir nunca de lo callado, de lo menudo, de lo verdaderamente íntimo).

Así, es de agradecer la poesía viva, orgánica, visceral, corporal, emocional, impulsiva... de Sofía Castañón, por ser tan poco cerebral y robótica, y por estar tan lejos del tedio metalingüístico que se diría que se nos quiere imponer. Lo suyo es otra voz, otra forma de sentir y de mirar, y habrá que estar muy atentos porque está buscando todas / las palabras con las que contar / tu historia (p. 18).

Juan Marqués
Fotografía de Juan Tizón










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