Las circunstancias de Sylvia Plath devoraron su obra. Se trata de una afirmación categórica y grandilocuente, sí, pero sospecho que no exenta de razón: el mito creado en torno a su suicidio elevó a Plath a altares paraliterarios, soportada por motivos que exhibían —y exhiben— escasa relación con la poesía. La defensa de Plath —que no la defensa de la obra de Plath— la transformó en víctima y demonizó a su ex marido, el poeta Ted Hughes, responsable de la difusión póstuma de la obra de la bostoniana. Si bien es cierto que Hughes no respetó el manuscrito original de Ariel y censuró la etapa de sus Diarios correspondiente al proceso de separación, el enfrentamiento entre ambas figuras tiene mucho de manipulación.
Sylvia Plath murió con treinta y un años, habiendo editado apenas un poemario en vida, swiss replica watches y sin embargo hoy es leída con fervor, citada en numerosas poéticas, imitada hasta el aburrimiento. Su obra y —reconozcámoslo— su figura abrieron la puerta a otras poetas posteriores, con inquietudes similares: a mí me cuesta leer a la brasileña Ana Cristina César, por ejemplo, sin recordar a Plath. Para desentrañar este misterio Bartleby, incansable en su labor de difusión de buena poesía extranjera —especialmente en lengua inglesa—, nos presenta la ambiciosa traducción de la Poesía completa de Plath. Su responsable, Xoán Abeleira, parte de la edición británica de los Collected poems de Plath, reunida al cuidado de Hughes y publicada por Faber and Faber en 1981; en ella los poemas se presentan dispuestos por orden cronológico, entre 1956 y 1963, añadiéndose una selección de los poemas anteriores y adolescentes o casi —"Juvenilia"—, y un generosísimo aparato crítico a cargo de Hughes, que Abeleira precisa de manera acertada con su experiencia en la traducción. Apunta que corrige numerosas erratas presentes en el libro de referencia, y traduce a Plath al castellano con precisión, literalidad e incluso una pátina intelectual, que desajusta la balanza y acerca los poemas más a cierta aura visionaria, prima hermana de Blake en sus más vivos hallazgos, que al tono confesional de Lowell y Sexton en el que su leyenda biográfica tiende a enmarcarla. Su querencia simbólica, el poso de escritura automática —pese al trabajo minucioso del que Hughes da noticia en la "Introducción": "exceptuando uno o dos, siempre continuó elaborando sus poemas hasta conseguir darles una forma satisfactoria para ella (…). Su actitud hacia los poemas era la de una artesana"— visible en su expresión torrencial de las emociones, la armonía que consigue fijar entre lo cotidiano y lo elevado, alejan a Plath de coetáneas como Anne Sexton, más desmedida —e insuficientemente traducida en nuestro país—,Swiss Clone Watches y Adrienne Rich, más realista y experiencial, y la vinculan a autoras más veteranas y complejas, como Marianne Moore o Elizabeth Bishop. Su gusto por la metáfora críptica, cerrada, por la alegoría que recorre del primer al último verso y se inventa otra dimensión, convierten la lectura de la poesía de Plath en un exquisito juego de las adivinanzas.
El trabajo de Abeleira es acertado y monumental. Se suma con paso firme, por aspiraciones y altura del resultado, a las otras traducciones de Plath que yo —como lectora devota de la poeta— recuerdo con más cariño: la de Jonio González, Jorge Ritter y Eli Tolaretxipi —tampoco se pierdan su Bishop para Igitur— en Mondadori y, sobre todo, la versión de Ariel por Ramón Buenaventura que editó Hiperión, y que con todas su máculas continúa zarandeando al lector más exigente, y a la que me gusta regresar de vez en cuando. Como digo, la labor de Abeleira, que opta por una Plath aún más literaria, encabeza por derecho propio esta primera división del corpus plathiano en España y en castellano. No obstante, encuentro una minúscula pega: la extensa "Nota del traductor" en la que arremete contra esos lugares comunes que rodean a Plath, y a los que me refería anteriormente. Imagino que es una cuestión personal, y que quizá parezca acertada a otros lectores, pero a mí me chirría y resulta contradictorio atacar un fenómeno que, de no ser por ese artículo, estaría ausente del volumen: el otro texto de firma ajena a Plath, la "Introducción" de Hughes, es aséptico y de carácter puramente filológico.
De haber sobrevivido a febrero de 1963, ¿quién sería hoy Sylvia Plath? ¿Habría superado el nivel que los poemas escritos durante y tras su separación de Hughes? ¿O la intensidad de la poesía de Plath caminaba pareja a la de su propia vida, y el ciclo de Ariel habría marcado la cima de su escritura? Los poemas, únicos argumentos válidos para juzgar una obra, nos auguran una trayectoria ascendente, que despega de forma más intensa en torno a 1961. Sin embargo, igual que con Rimbaud, Lorca o Pizarnik, toca —más que imaginar— conformarnos con su legado. Y, en el caso de Plath, esta Poesía completa nos aporta un buen número de textos —por quedarnos con los de su época más madura, "Albada", "Soy vertical", "Olmo", "Papi", "Lesbos", "Nick y la palmatoria", "Lady Lázaro", "Globos", "Límite" o el poema dramático "Tres mujeres"—, además de la oportunidad de visitar el taller de Plath, los poemas iniciales en los que destacan versos, imágenes, intenciones, el serrín de la gran poeta que se revelaría con Ariel y su obra posterior. Porque Sylvia Plath nació, creció, se reprodujo, murió; amó a su padre, a su madre, a Ted y a sus hijos, optó por cortar su vida. Pero, al margen de todo esto, fue una poeta de enorme personalidad, que en cierto momento halló la fórmula para decir diferente, y cuya carrera se truncó de manera trágica. Ya está, y están los poemas. Rotundos, firmes, espléndidos: una Poesía completa que es también, a lo largo de sus más de setecientas páginas, poesía imprescindible.
Elena Medel