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Gramática de lo real

Juan Andrés Garcé­a Román, El fósforo astillado, DVD, Barcelona, 2008.

¿Cómo, después de los excesos lingüísticos en la filosofía del siglo XX, devolver el mundo al lenguaje, al mundo su lenguaje? ¿Cómo recuperar las cosas demasiado sepultadas bajo el peso de las palabras que las nombran? La realidad como desierto lingüístico desnaturalizado que hay que repoblar es la noción en la que se basa y que finalmente enciende ese fósforo astillado que bien podría ser el propio lenguaje, o la poesía, o el poeta enfrentándose a todo ello y al mundo como por primera vez, con la fascinación de la primera vez, en la necesidad o el deseo de decir algo acerca de la belleza.

Porque El fósforo astillado es un libro sobre todo lo demás bello, emocionantemente bello, líricamente bello. Básicamente bello y eso nos cautiva. Si acaso importa el discurso que lo soporta será por la belleza misma de sus imágenes, por la apuesta final que éstas suponen de traer la poesía nuevamente al ámbito de la imaginación –de la imagen– y hacer que ella se nos rompa tiernamente entre nuestras manos. Es necesario volver a soñar el poema, se nos dice, encontrar nuevamente el ámbito de lo irracional que es la imagen; el lenguaje, el tiempo, la historia, la literatura, todos esos conceptos que nuestra cultura ha sajado y diseccionado sin pudor quedan atrás, son elementos con los que, a estas alturas, sólo nos queda jugar:

¿Me dejarás borrar tus palimpsestos y llenarlos de pájaros,
dibujar con un rotulador azul un corazón rojo?
("Soñarás un poema").

Necesitamos palpar la realidad, liberar a las cosas de su doble y volver a los hechos: déjalas como un cuerpo que ha perdido su alma o una marioneta / a la que un peluquero le ha cortado los hilos ("La primera cena").

Así actúa Montale, y por eso este libro es tan esencialmente ese Montale de Las ocasiones (monólogo que necesita de la tensión de un tú, la realidad o la amada, es igual; realismo que se transustancia en fantasía y llega así a lo metafísico): volver a la realidad para encontrar en ella misma su trascendencia, volver a lo que sucede, a la imperfección del momento, a ese estado de "ensayo general" que son los hechos mismos cuando se producen. Pero, ¿en qué modo volver? O, más bien, ¿para qué? Lo importante no es la respuesta sino que ésta exceda a la pregunta completamente. Creer en el alma de las cosas –su belleza– es ahora un ejercicio puro de amor. Porque de lo que esencialmente se nos da cuenta en este libro es de una historia del amor: amor como necesidad de tránsito comunicativo entre un yo y un tú (alguien que habla y alguien que escucha, o nuevamente Montale narrándole el mundo a Annalisa Cima en el Diario póstumo, da igual), el amor como el deseo de que esa comunicación finalmente se culmine.

Abrázame. No hables. Creo que si ahora dejaras de abrazarme
y dijeras mi nombre, me rompería en pedazos igual que un jarrón chino
("Ser tú").

Voz en primera persona que se templa para desplegar para la segunda la hermosura de una mentira o sus sombras chinescas, ventriloquia o entramado de voces (él, ella, un apuntador que es más un dios omnisciente –Gran Jugador, Gran Narrador, Gran Ironizador de las imágenes que no pueden entenderse pero sí soñarse– que el marco que delimita el poema, etc.). Porque necesitamos volver al mundo para incluir en él al otro, para que en esta ópera inacabada de nuestra vida se produzca con él de nuevo el momento del amor.

Si en ese mundo existen zonas que empiezan a carecer de significado (Porque, digamos, el mundo no tiene paredes físicas ni abismos: tiene zonas que empiezan a carecer de significado, "Quieres escribir las ocasiones"), se hace necesario creer en el lenguaje para poder creer en el mundo y narrar su belleza o nuevamente crearla. Los poetas deben abandonar su "léxico floral" y ser reconducidos a la confianza en la belleza. Sólo así el lenguaje recuperará su materialidad: materia más que deixis de la materia. Sólo así, al ser nombradas las cosas volverán a "ser" en el modo primitivo teológico, puesto que las palabras no dicen: "son" el entusiasmo ("La mañana según tu evangelio y el mío"). El poema será entonces ese marsupial sin pelo ni apenas ojos que busca la luz, que se alimenta de sólo de luz, esa luz blanca que es la única cosa capaz de penetrar sin romper el himen de la muerte ("Espacio de tiempo"). Viva entonces la belleza y que así nos baste.

Daniela Martín Hidalgo










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