Hay muchos modos de conocimiento, maneras en que la verdad se da a conocer, hablando en sentido metafísico -si se me permite el término-, que el hombre ha ido descubriendo o utilizando a lo largo de la historia, y que responden al anhelo por el fundamento de la verdad que inquieta en lo más hondo de su persona. Una de esas fuentes de conocimiento ha sido, desde el principio mismo, "lo trágico" y, junto a él, "la salvación", la promesa y consecución de una meta de sosiego. Lo característico de esta manera de saber es considerar siempre lo que acontece desde una perspectiva desmesurada. En este sentido pertenece al ámbito de lo sublime, compartiendo con él propiedades que no hay que dejar de tener en cuenta para su adecuada valoración. No se puede entender "lo trágico" si no se comprende que nace en la persona como respuesta subjetiva, y si no se admite que no es el único modo de conocimiento que existe, ya que esencial al saber trágico es, entre otras cosas, la disociación de la verdad: hay tragedia precisamente por el conflicto que se da entre dos poderes verdaderos. Ambas coordenadas es bueno tenerlas en cuenta para descargar de exclusividad un conocimiento que no agota la verdad y que sacrifica, sin embargo, algo extraordinario de la persona: la sublimidad humana en estado de naturaleza. Se puede tener experiencia de lo terrible y espantoso, con un conocimiento en nada inferior al alcanzado por el saber trágico, y mantener el ánimo de la vida sereno, sin ser alterado por luchas u obstinados desafíos. Creo que ésta es una alternativa más inteligente, con una incidencia mayor tanto para la persona como para la sociedad. Sirva, pues, de aviso a los navegantes de los mares de la violencia en al arte, tan en boga desde hace no mucho tiempo.
La flor de la tortura swiss replica watches pertenece a esta tradición de lo trágico, siendo éste uno de sus méritos mayores. Si la tragedia pone de relieve la grandeza del hombre llevando las posibilidades humanas hasta el extremo y sucumbiendo conscientemente por ello; si su proceso consiste en revelar la verdad y sus límites en todo lo que obra, Raúl Quinto sigue su estela. Nos da en esta obra una propedéutica en la que sólo falta la infinitud propia de lo incomprensible, lo cual no es poca cosa si admitimos que es el paso necesario para que, escapando de la miseria, se alcance la tragedia. Es ésta una de las muchas razones por las que en el cristianismo no puede haber verdadera tragedia. Para el cristiano lo esencial nunca aparecerá en la tragedia. La redención ya se ha dado y se renueva cada vez a través de la gracia. Quinto no recurre al Dios cristiano para superar la tragedia, ni a la visión mítica de los dioses grecolatinos, ni tampoco a la absoluta ordenación ontológica de los dramas indios, sino que ancla sus esperanzas en la idea de una naturaleza humana verdadera. Ahora bien, ¿en qué consiste esta naturaleza y cuál es su fundamento? No es el propósito de La flor de la tortura y, por tanto no se explica. El autor se centra más en grabar a fuego la imagen del dolor y en explicitar sus enseñanzas. Quizá aquí esté uno de los problemas de esta obra: la misma naturaleza de las experiencias del dolor las hace intransmisibles y obliga a vivirlas personalmente y hasta el final.
Raúl Quinto ha escrito un libro bello en el dolor, todavía deudor de los modos de decir del siglo XX, más cercano al intelectualismo "surrealista" del manierismo que al expresionismo barroco, en el que la violencia no es un modo gratuito de repetición de fórmulas, sino una forma eficaz de releer y drenar información. No en vano el correlato objetivo del que se sirve es tanto el arte representado por Günter Bruss, Edith Södergran, el color-field painting, Dream Theater, Sonic Youth, Joy Division, Leopoldo María Panero, entre otros, como diferentes momentos sangrientos de la historia de la humanidad. A diferencia de Haneke, al que se ha querido comparar, Quinto no denuncia la violencia que podemos encontrar incluso en estadios de cultura extremadamente desarrollados, como se evidencia en La pianista del director austriaco, sino que intenta devolverle su verdadero sentido. Para ello, se sirve de todo un campo semántico y de un conjunto de imágenes con este valor connotativo de agresividad. Los poemas están salpicados de escombros, de tormentas, de cuchillos, de espejos rotos, de sombras, de disparos, de silencios, de dolor… pero también de belleza, sobre la base, las más de las veces, de un ilogicismo lingüístico absolutamente coherente con el pensamiento explicitado. Son poemas en que predomina el florilegio verbal comiéndose la página, en que el vacío resalta más detrás de la actitud explícita de llamar la atención. Sin embargo, contrasta con ellos una pequeña serie de poemas de absoluta sobriedad verbal, que suponen un verdadero acierto, así como el uso que hace Quinto del "tú" interlocutor al que se dirigen estos versos. Del mismo modo, cabe celebrar la reflexión metapoética que sustenta muchos de los poemas de este libro, y que espero que el autor desarrolle plenamente para conseguir desembarazarse del lastre finisecular que todavía le acompaña, porque es verdad que el cáncer ya se extiende / hasta la matriz misma del lenguaje.
José Manuel Pons