Aunque hasta ahora no conocía la poesía de Rogelio Guedea (Colima, México, 1974), este libro suyo, Kora, merecedor del Premio Adonais 2008, no ofrece dudas sobre su sólida personalidad poética, caracterizada por una espontánea actitud de asombro ante el mundo: asombro producido por el amor erótico, concebido como un continuo descubrimiento; por la limitación de su propio conocimiento, por la inmensidad inabarcable del mundo, por la imprevisibilidad de la escritura poética, por el azar de su existencia…
Ante ese mundo que lo desborda, como lo desborda el rumbo impredecible de su vida cotidiana, la palabra poética constituye un incesante desciframiento del sentido de su vida, un intento por encontrar coherencia al cúmulo caótico de experiencias que el yo poético ha de afrontar cada día. De ahí que su escritura nos lleve de sorpresa en sorpresa, que sus poemas nunca tengan un comienzo ni un final previsible. "Mañana es un país que no existe", título de la primera sección, habla muy bien de la imposibilidad de programar la vida y la escritura: una y otra dependen de fuerzas que se nos escapan, de un abismo que nos lleva y nos trae y que sólo de vez en cuando se ilumina, gracias precisamente al amor y a la palabra poética. Kora, como se consigna en la solapa del libro (seguramente por indicación del propio autor), significa, en una de las lenguas indígenas de Nueva Zelanda, "chispa, tizón, resplandor". Esa chispa que ilumina la oscuridad del abismo existencial es la poesía, el encuentro inesperado con la palabra que brilla en la noche de un mundo incomprensible. Como chispa es también el amor, principalmente el amor erótico, tanto en su dimensión corporal como en la espiritual: la chispa de la comunicación y de la unión, que ilumina un mundo hasta ahora abismal y extraño.
El libro se divide en tres secciones ciertamente diversas por su dicción y sus temas. La primera, titulada "Mañana es un país que no existe", gira en torno al valor de la palabra poética y del amor erótico (los dos combustibles que encienden la chispa de la existencia). En esta parte los poemas adoptan, por lo común, un estilo aparentemente prosaico, con una estructura lógica que trata de explicar rigurosamente lo que no tiene explicación, hasta que esa lógica racional salta por los aires y se rompe en imágenes de plenitud o de impotencia ante un mundo que nos excede. El poema "Entre ríos" ilustra muy bien la mano lúcida y la mano ciega con las que avanza paralelamente la escritura poética: La mano que escribe (esta que corrige y dice, intuye o sueña) / tantea tan sólo el agua de sus ríos, / el lenguaje de sus noches. / La otra, pensativa y envuelta en la frazada tibia, / registra silenciosamente el límite de todo aquello que, / sin haber sido nunca antes, / otra vez será (pág. 18). En esa parte aparecen hasta cuatro poemas titulados "La mujer portátil", donde el yo-poético intenta definir a la amada ideal, la cual, como el yo-amante, se resiste siempre a ser definida, a reducirse a unas cuantas palabras.
La segunda sección, "Isla al sur", se centra geográficamente en el espacio innominado de Nueva Zelanda, donde reside el autor como profesor universitario. Aquí se encontrará el lector con una poesía de tendencia surrealizante (aunque ajena a toda ortodoxia vanguardista), por cuanto las imágenes se precipitan sin apenas conexión lógica, mientras el yo-poético trata de rescatar el sentido que tenía su vida antes de marchar hacia ese lugar del extremo Sur. Pero ese rescate es imposible, como imposible será también predecir el destino que espera a su existencia en ese otro extremo del mundo. En definitiva, el sentido del vivir, en el norte o en el sur, en su país o en el extranjero, es absolutamente innombrable e impredecible: el yo-poético sólo debe disponerse a vivir su existencia y a tratar que el amor —eso sí— no lo deje solo en medio del abismo. En el poema "enclaves" (titulado en minúscula) se pretende concretar, sin conseguirlo, en qué lugar del mundo se encuentra el yo-poético: buscando sus partes del otro lado de la acera: / su mano, / la calle de su pie, / un ojo mirándole llorar / en lo distante / (yendo aquí, viniendo allá): / y luego, en la esquina/ exacta, / el hombro asido a su ramaje, su círculo de mares infinitos, / su caracol arriba / y desde abajo: (…). Sólo mediante el recuerdo de su padre, el poeta logrará saber no dónde está, sino precisamente hasta dónde se ha perdido: padre, / estos huecos que dejaste (pág. 57).
En la tercera y última sección, titulada "Conversaciones", los poemas no tienen título, sino un número que indica la conexión de estos fragmentos de conversación inacabada que mantiene el poeta con el lector. El lenguaje notoriamente coloquial alude a experiencias inmediatamente cotidianas en un discurso incontenible, como un hablador enfermizo que tratara de encontrar en la conversación la terapia para todos sus males. Sólo por el amor (vivido en presente o recordado) el yo-poético podrá encontrar la palabra adecuada que calme su ansiosa incontinencia verbal: (…) y luego volver / caminando bajo la oscuridad, de la mano, dichosos, / alegres, como si el mundo, y todo lo que en él creciera / y se enraizara, fuera sólo nuestro (pág. 76).
Sólo queda advertir al lector que la continua sorpresa ante el cambio de registro verbal y de emociones no es fruto de una artificiosa variedad estilística, ni es la inmadurez del que no tiene voz propia, sino la voz de un yo-poético de carne y hueso que pasa de lo sublime a lo anecdótico, de lo más lógico a lo más onírico, porque así de contradictorio se le presenta el abismo del mundo y de la propia vida; mientras que la única luminaria, por provisional que sea, viene a ser esta kora, esta chispa provocada a la vez por la palabra poética y el amor.
Carlos Javier Morales