"Los hijos más vivos y sensibles de nuestra época están aquejados por una enfermedad desconocida para los médicos. Dicha enfermedad pertenece a la familia de los padecimientos psíquicos y puede recibir el nombre de ironía." escribía Alexandr Blok. Leo a André Gide en vez de estornudar. Interior holandés. Fumo una pipa. Entiéndame, señora: leer es sano, nos civiliza, mire a Baudelaire. Tengo mi opinión sobre el cultivo del opio. Me limpio abajo con Cahiers du Cinéma. Han pasado trece años desde la publicación de Teoría de la culpa (Pre-Textos, 1995). Parece que a Francisco Alba (Barcelona, 1967) las fluctuaciones del candelero poético no le quitan el sueño. En el siglo de Mozart (el genio que enterraron en una fosa común) los planetas imitan a un reloj de pared.
Y sí, leer nos civiliza. Ése es el apoyo con el que cuenta Alba en su repaso histórico (y personal, claro) de la paradoja humana. El contrario deja poco margen a quien pretenda identificarse con la voz que habla en los poemas, una voz que a veces denuncia y otras sólo nombra lo que Thomas Bernhard —otro malencarado— llamaba "la bola de nieve de la estupidez". En este caso, y ahí radica parte de su valor, desde la óptica de quien ha llegado a la cultura y la historia buscando la esencia del género humano y ha vuelto culturizado, pero también decepcionado. De ahí el sarcasmo que tiñe todo el libro, o sobre todo los mejores poemas. Es difícil imaginar otra forma de afrontar el conflicto sin caer en la moralina o sonar a panfleto de progre recauchutado.
Mark Rothko, Carpócrates, Niels Bohr, Kafka o Goya, un verdadero aleph de ilustres que en este caso no persiguen la cita elevada o dar empaque intelectual a los poemas. Canibalismo. Zombis. Dostoievski. Cada palabra de nuestra lengua lleva consigo su propia caja de resonancias, cada uno de los iconos de la historia de la cultura también. En El contrario actúan más como palancas de sentido que como citas. Francisco Alba da por sentado que para leer hay que haber leído. O mejor, que su lector es capaz de asumir la carga semántica y simbólica de palabras como ‘cruz’ o ‘piara’, pero también de términos como ‘Enrico fermi’ o ‘Ifigenia’. Es decir, habrá quien se pierda. Pero ese rasgo es parte de su poética y una de las señas de identidad del libro. Por otro lado, pone de manifiesto una de las ventajas de la poesía: da mucho y cuesta poco. Si no somos capaces de hacer realidad la primera afirmación, siempre podemos conformarnos con la segunda. En ese sentido, reconozco haber buscado, entre otras cosas, información sobre la batalla de Azincourt o Pierre Louis Maupertuis.
En El contrario, como en la discografía de Frank Zappa, no encontramos ni una sola línea de tema amoroso. Les sacaron el alma por el ano. Ese verso, probablemente, marca el límite. Alba trabaja con soltura los ritmos clásicos aunque resulta más convincente cuando se libera de la prótesis métrica y hace de la arritmia virtud. Es decir, prefiero los poemas donde la insurrección de fondo llega a la superficie y Alba hace con su poesía lo que ésta pide: un diapasón de imágenes y nombre propios. En algún momento repiquetea sin mezcla el sonsonete alejandrino y endecasílabo en un libro donde los poemas más atrevidos están justificados a margen.
Mi tesis primordial es inequívoca: / la vida es el conjunto de funciones / que resiste a la muerte. Unas palabras / sin religión, supongo., dice Alba por boca de Xavier Bichat. O más bien es al revés. Y es que más que la voz de un misántropo vocacional lo que leemos son las reflexiones de un apóstata del hombre como divinidad ilustrada. Quien habla es alguien que ha tenido fe —una fe, cualquier fe, incluso fe religiosa— y la ha perdido. Porque la salvación es un coto privado, / vete haciéndote amigo de un obispo., escribe, pero también: La doble naturaleza de Cristo / si es hombre no es divino / si es divino no es hombre. / Era un fantasma quien colgó en la cruz / según los docetistas / o pereció del todo un hombre más / según los ebionitas (…). Pero cuando se ha recorrido el camino que va de la fe religiosa (Dios) a la fe en la cultura (el hombre) y se ha vuelto al punto inicial, lo que queda es un vacío incompleto, un hueco sembrado de restos de religiosidad y tumores intelectuales. Y ahí no caben, o no importan, los obispos. Cuando se ha dejado de creer en un dios, la poesía es la esencia que ocupa su lugar como redención de la vida. dice el aforismo de Wallace Stevens. Que Francisco Alba aún lea y escriba libros de poemas se me antoja una prueba de que en esa apostasía que no perdona a lo humano ni a lo divino aún hay grietas. Y la verdad, me alegro por él y por la muestra que ese conflicto va dejando en sus libros.
Andrés Navarro