"Todas las familias felices se parecen entre sí; cada familia desdichada lo es a su manera", escribió León Tolstoi. La frase era redonda hasta que llegó Vladimir Nabokov y, aprovechando su redondez, le pegó la vuelta: "Todas las familias infelices se parecen entre sí; cada familia feliz lo es a su manera". Lo curioso es que ninguna de las dos se anulan, ambas funcionan. Del mismo modo, sobre los poetas buenos podría decirse lo de Tolstoi, que se parecen entre sí. De los poetas malos también podría decirse lo de Nabokov, es cierto, pero por fortuna esto no viene a cuento en esta reseña.
Piedad Bonnett (Amalfi, Antioquia, Colombia, 1951) es una poeta estupenda. Pudimos comprobarlo en Lo demás es silencio, antología de título inmejorable que publicó en Hiperión en el 2003. Ahora rompe el silencio, y saca el poemario Las herencias en la cuidada y lujosa colección Palabra de Honor de la editorial Visor. Como poeta buena que es, uno la lee muy bien, con emoción a menudo, pero cuando llega la hora de reseñarla y, por tanto, de tratar de explicar su singularidad, se siente un poco incómodo, y entonces es cuando se recuerda la frase de Tolstoi.
Podría intentarse una teoría general sobre el parecido de los buenos poemas. Habría que descontar con muchísimo cuidado el factor subjetivo, esto es, que todos los poemas que le gustan a uno se parezcan por el común denominador del propio gusto. Pero aun descontándolo, creo que cabría encontrar un parecido esencial. El idioma impone sus músicas y, en lo anímico, el espíritu humano las suyas, probablemente. En cualquier caso, no hace falta meternos en esas profundidades para esta reseña. Los poemas buenos de Piedad Bonnett tienen un más que evidente aire de familia con varias poesías cercanas.
Formalmente no buscan ninguna diferenciación. Discurren (sin tropiezos) a través de versos blancos de base endecasilábica, muy bien llevados y traídos, acompañados por heptasílabos y alejandrinos, por algún verso libre que no disuena. Su lenguaje es generalmente coloquial, sin incurrir en prosaísmos; coloquial y culto, el lenguaje que uno imagina que hablará en su vida cotidiana esta profesora universitaria. En resumidas cuentas, no se separa mucho de los mejores poetas de su generación a ambos lados del Atlántico.
La verdadera ambición de esta poesía radica en su afán de analizar la realidad. Tiende puentes a lo que por aquí se ha llamado poesía metafísica, sobre todo en la primera sección del libro, titulada "Vocación de quietud". Si no se entretiene en piruetas formales es para concentrarse en la observación. En el poemario abundan los hallazgos psicológicos. Describe la compasión en el poema "Los imperturbables" (p. 29):
La compasión confunde
(nos hace odiar y amar al mismo tiempo)
desata nuestras culpas
adensa entre las manos la moneda
con la que consolamos la impotencia.
Y enumera los efectos de la envidia en el poema "El envidioso" (p. 39):
[…]
Pobre, decimos todos,
al ver cómo florecen sus ojeras,
cómo lanza a la vida puñetazos,
cómo traga su hiel y regurgita.
El parecido aumenta con algunos poetas americanos especialmente sensibles al verso blanco y al discurso inteligible, como José Emilio Pacheco y Eugenio Montejo, por citar a los mejores. Estremece encontrarse en este libro con un poema a la nieve (p. 33) vista desde el trópico, ese tema tan de Montejo.
[…]
La nieve nos espanta.
Nos acerca con distante fervor a la belleza.
Nos humilla con su luz seca y grave.
Y nos seduce
porque ella fue la que inventó el misterio
—el que en su centro, imperturbable, calla—.
Quizá de todos estos parentescos y aires de familia (feliz), el más emocionante, el más logrado es el que existe con cierta poesía no diremos "femenina" sino hecha por mujeres que no convierten su género en una profesión pero que tampoco ocultan su feminidad. Pienso en Wislawa Szymborska, o en Amalia Bautista, sin ir más lejos. En la tercera parte de este poemario, la titulada "Las herencias", que significativamente da título al libro, se centra la autora en el tema de la maternidad dolorida. Mucho más dolorida que en los poemas de la segunda parte, "El hueso del amor", donde hay bastante desamor, sí, pero también despego y algo de humor y hasta un toque de frivolité (encabeza un poema con una cita del poeta urbano, Baudelaire con guitarra, Joaquín Sabina: "porque amores que matan nunca mueren").
En la sección "Las herencias", en cambio, se habla de la maternidad desde una postura perfectamente seria, carnal y femenina. Casi como un manifiesto es el poema "Las mujeres de mi sangre" (p. 79). La imagen de la sangre se repite: y tu herida / es una pena antigua que por mi sangre pasa / y estalla en las entrañas en que nadaste un día (p. 83) o se envenena / con la sangre que dentro de ti silba / como un río que baja con su carga de piedras (p. 85).
Piedad Bonnett no nos cuenta la anécdota que produce la herida, sino la pena y su venero. Es un acierto, porque así nos asomamos a un dolor universal y, a la vez, íntimo, del que sólo sabemos que duele más por ser familiar, por hacerse en la sangre. Si la mejor imagen del libro ya la hemos citado (y estalla en las entrañas en que nadaste un día), encontramos en la p. 81 el mejor poema, "Dolores de familia", verdadero epítome de Las herencias:
Arriba de la rosa,
el cielo, sin una sola nube.
Alrededor el aire transparente,
el viento que benévolo la agita.
Abajo las raíces,
sosteniéndola.
Y ella, frágil,
altiva.
Inevitables,
las espinas tan cerca,
tan punzantes.
Enrique García-Máiquez