Contra lo que muchos todavía creen, la poesía moderna peruana no pone el primer pie con César Vallejo. Antes que la voz genial de éste, aparece otra, menos poderosa quizá, pero con una fuerte personalidad. Me refiero, por supuesto, a la lírica solitaria de un poeta raro entre los raros: José María Eguren (1874-1942).
Aunque sea casi ocioso repetir lo tantas veces dicho, es una pena que tantos nombres del otro lado del Atlántico, clásicos modernos en sus respectivos países, sean tan poco conocidos fuera de sus fronteras. En España, sin ir más lejos, existía de Eguren una antología publicada por Visor y preparada por Gema Areta. Pero algunos años han pasado desde entonces y no era de justicia que el poeta peruano tuviese tan escasa representación editorial en nuestro país. De ahí la oportunidad de esta edición, que llega acompañada de una informada introducción a cargo de Juan Manuel Bonet.
Panerai Replica Leer a Eguren significa ingresar en un mundo de fantasía infantil, poblado de polichinelas y muñecos grotescos, damas enigmáticas y animales fantásticos. Su imaginería se inspira en la Commedia dell’Arte y Alicia en el país de las maravillas, los mitos escandinavos y la pintura prerrafaelita, los cuentos de hadas y los juguetes mecánicos de los cuentos de Hoffmann. Un mundo así da lugar a visiones extrañas y sugerentes como la del poema "Los reyes rojos":
Desde la aurora
combaten dos reyes rojos,
con lanza de oro.
Por verde bosque
y en los purpurinos cerros
vibra su ceño.
Falcones reyes
batallan en lejanía
de oro azulinas.
Por la luz cadmio,
airadas se ven pequeñas
sus formas negras.
Viene la noche
y firmes combaten foscos
los reyes rojos.
Otro de sus poemas más recordados sigue esa estela rarísima y visionaria, impregnada de colores fuertes y ensoñaciones infantiles:
La dama i, vagarosa
en la niebla del lago,
canta las finas trovas.
Va en su papel encantado
de papel a la misa
verde de la mañana.
Y en su ruta va cogiendo
las dormidas umbelas
y los papiros muertos.
Creo que si algo reprochará el lector moderno a Eguren es, tal vez, una cierta monotonía en el ritmo machacón de sus versos. En cambio, lo sustancial de su poesía —su simbolismo único— permanece intacto. Eguren, vagaroso y melancólico, no sólo se queda en la evocación de imágenes evanescentes. Toda su mitología encierra una trágica nostalgia del paraíso perdido por excelencia. Sus inclinaciones, infantilistas pero no pueriles, denuncian un desgarro interior, el de un hombre perpetuamente volcado en unas historias que tienen un sello inquietante, incluso una crueldad que recuerda a la de los niños más pequeños. Los temas son, pues, infantiles, pero nada inocentes. Incluso un erotismo morboso asoma a veces:
Yo soy la arañita
que dulce te enreda,
doblando incesante
sus hilos de seda.
(…)
Y al ver que mi juego
tu saña provoca,
me vengo al instante
picando tu boca.
Nos equivocaríamos al ver en Eguren como una especie de curioso coleccionista de imágenes, "cazador de figuras" como él mismo se define de forma oblicua en otro poema suyo. Es verdad que recurre a voces estrafalarias, la de sus juguetes, muñecos y toda clase de cacharrería personal. Pero es justamente así, al eliminar al yo directo, cómo su poesía adquiere una identidad única. Hay un drama humano, cierto, pero éste se expresa a través de otros. Su angustia y su patetismo son modernos y cercanos, como se deduce de este diálogo terrible entre dos personajes misteriosos:
—Cierra tus ojos, niña… ¡entonces, muere!
—Yo no debo morir, Dios no me quiere.
Después de todo, estos versos ya no difieren tanto de aquellos de Vallejo en donde se decía que "Yo nací un día / en que Dios estuvo enfermo /, grave". Eguren tiene muy poco de pueril. A través de su singularísima poesía nos enfrentamos a la náusea existencial del escritor modernista.
Javier de Navascués