Juan Lamillar (Sevilla, 1957), IX Premio de Poesía Villa de Rota por La hora secreta, nos trae ahora poemas escritos entre 2000 y 2005, recogidos —y son palabras del propio autor— con "aires de antología temática", de lo que han sido "los motivos de los poemas desde sus inicios en las letras". No se sigue ni se aplica ningún esquema organizativo, porque las secciones, según Lamillar, "matizan los temas", y se quiere, explícitamente —aquí es donde se ve el espíritu editor que bulle en sus venas—, que el libro tenga "una respiración diferente". Si, además, tomamos en consideración el sentido literal del título, al que la obra responde adecuadamente, más que el metafísico, que es el que hubiera gustado al autor pero que, creo, no consigue, el lector puede hacerse una idea bastante acertada del tipo de poemario que se encuentra entre sus manos.
Lamillar toma la precaución, aunque no lo haga hasta el final del libro, de explicar —para que nadie se lleve a engaño— que no vamos a encontrar nada nuevo en esta obra. Los temas son los mismos que han motivado su poesía anterior, y el tratamiento muy similar. La muerte, el tiempo, el amor, el arte, la música, lo cotidiano se dan cita de nuevo aquí, tratados con un delicado ritmo que sostiene tanto los versos libres como los sujetos a una rima que luce en brillantes endecasílabos y alejandrinos, o transformados en sonetos de ejemplar factura. Y es que la poética de este autor, de sobra conocida, responde con bastante aproximación a los parámetros que definen la poesía de lo que se ha venido llamando "generación de los 80". Aun reconociendo sus diferencias, sin embargo, son muchos los rasgos comunes que lo identifican con ella. No es este el lugar para enumerar todas y cada una de las características generacionales que Lamillar comparte con sus contemporáneos, pero sí de dar una clave de lectura que permita entender los principios que mueven su quehacer poético, a los que ha sido bastante consecuente desde sus comienzos, para que el lector pueda, así, decidir por sí solo.
Rasgo generacional es el de la vuelta al uso del metro, de la rima y de la estrofa, pero combinándola con el tratamiento de la realidad presente, de tal manera que los poemas se llenan de cotidianeidad y el lenguaje se enriquece con neologismos. Ahora bien, es tan fuerte el influjo y la presencia en sus poemas de la sociedad de la que forman parte que, a excepción de honrosos casos, se puede hablar —porque así nos lo demuestran sus versos— de una poesía conformista e integrada en el mundo. Esta cotidianeidad, que tanto gusta a Lamillar, muestra sin embargo una carencia de actitud crítica ante la sociedad, conlleva aparejados tanto una trivialización de los sentimientos como el vacío final de su ethos. Se pone tanto énfasis en aprender de las cosas, de su realidad inmanente, que se acaba rehusando del pensamiento abstracto, intelectual. Entretiempo es prueba de ello. No son pocos los poemas dedicados a poner en evidencia cualquier alternativa de aprendizaje vital del que nos proporciona la realidad de las cosas, y a mostrar una desconfianza absoluta de la palabra. Esto hace que, a pesar del uso brillante que Lamillar hace de la rima y de la presencia constante del tiempo como motivo temático, sus poemas no consigan transmitir la correspondiente emoción temporal que cabría esperar, como sí lo consigue, por otra parte, los poemas de un coterráneo como es Fernando Ortiz.
Los poetas del 80 tienen mucho en común con los del 50: el uso de la lengua coloquial, la emoción de lo íntimo, la temática del espacio urbano…, pero les separa, fundamentalmente, el diálogo no crítico con la sociedad de consumo, que en los poetas del medio siglo sí que se da y de qué manera. En Lamillar, además, vemos un acercamiento mayor al magisterio de Brines, en tanto que poeta elegíaco. Ahora bien, en el sevillano —no podía ser de otra manera—, no encontramos el yo enfrentado a la angustia del ser que determina la obra toda del poeta de Oliva. El poema que para Brines es "la conciencia dramática del vivir", tiene aquí unos ecos edulcorados. Por otra parte, el culturalismo que aparece de vez en cuando y que la crítica, para el libro que nos ocupa, ha caracterizado de "forzado y algo gratuito, por lo obvio del planteamiento lírico" (Antonio Acedo), nada tiene que ver con el culturalismo que caracteriza a la generación que le precede. Los novísimos hacen de la cultura su correlato objetivo, se evaden de la sociedad a la que critican. Lamillar tiene en su modo de vivir el mundo su interpretación del mismo; interpretación a partir de las emociones y de la percepción del yo. De tal modo que lo que encontramos en el poema es un distanciamiento de ese yo, ya sea a través de la autoironía o de la autoelegía, que conserva con el sujeto real tan sólo la coincidencia del mismo nombre. Es decir, personaje poemático con el que se entabla un diálogo y con el que se genera una identificación simpatética, de la que se hace partícipe al lector, pero que esconde un alejamiento de la verdadera realidad de la que el poema partió, e impide cualquier reflexión que no sea la de la constatación de la propia percepción emocional y sensorial. No dejaremos de preguntarnos si vale la pena la lectura de una poesía a la que se le ha cortado las alas, de una poesía que tiene en el narcisismo su punto de partida y su punto de llegada. ¿Para qué, pues, entrar en la descripción de los fantasmas de su propio yo?
José Manuel Pons