Julián del Casal, Rey solitario como la aurora. Antología poética, Renacimiento, Sevilla, 167 pp., 2009
El cubano Julián del Casal (1863-1893) perteneció a una brillante generación de poetas con mala suerte: José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera, José Asunción Silva. Todos ellos murieron demasiado jóvenes y quedaron para muchos como los "precursores" del modernismo en la literatura hispánica, tarea que habría acabado Rubén Darío. Una consideración algo injusta, por cierto, ya que Casal, como sus compañeros, remató, pese a su juventud, una obra que puso en hora los relojes de la poesía de su tiempo. No se trata, como es obvio, de rebajar el valor extraordinario de Rubén, pero sí de resaltar la obra de otros —no sólo la de Casal— que adquirieron suficiente madurez y actualidad como para que quedasen relegados al discreto papel del precursores. Salvo la figura de Martí, celebrado por motivos extraliterarios, lo cierto es que ni Silva, ni Gutiérrez Nájera ni Casal han sido demasiado conocidos fuera de sus países de origen. Por eso es tan oportuna esta antología que seguramente sorprenderá a más de uno.
Tres libros dejó Julián del Casal: Hojas al viento (1890), Nieve (1892) y Bustos y rimas (1893), éste último publicado póstumamente. El conjunto atestigua una trayectoria de sobresaliente coherencia pese a lo exiguo y temprano de su producción. Es verdad que todavía Hojas al viento padece a veces del lastre retórico del romanticismo hispano, con sus "fragores horrísonos" y sus exclamaciones grandilocuentes. No menos cierto es que su poesía de mayor calado quiebra un poco el paso por culpa de la pesada utillería modernista. Pero hay que recordar que le sucede lo mismo a Rubén, a Lugones, a Martí: son signos de época que no ocultan la veta verdadera de poeta que había en Casal.
Rey solitario como la aurora, rey misterioso como la nieve, ¿en qué mundo tu espíritu mora?, ¿sobre qué cima sus alas mueve?
Su universo poético se va formando a partir de la fuga deliberada del entorno, clave de escritura que sigue con perseverancia hasta el final. Un título tan paradójico como Nieve lo dice todo si pensamos que fue editado en el trópico. El poeta anhela escapar físicamente o, al menos, con la imaginación, a remotas tierras pintadas con el deseo: Argel, la India, China o, sobre todo, Japón. Y aun por encima de la atracción —tan de su tiempo— por el lejano oriente, está la inquietud por crearse un mundo propio, un territorio mítico donde vivir feliz y asomarse al infinito que se asocia con la Belleza: Yo sueño en un país de eterna bruma / donde la nieve alfombra los caminos, / y el aire pueblan de salvajes trinos / pájaros reales de encendida pluma. Y como dice en otro lugar: Amo el bronce, el cristal, las porcelanas / las vidrieras de múltiples colores, / los tapices bordados de oro y flores / y las brillantes lunas venecianas. Una acumulación de objetos artificiales puebla los versos decadentistas de Julián del Casal. Frente a la devoción romántica por la naturaleza, el poeta prefiere baudelerianamente los afeites que embellecen la espantosa realidad. Frente al "soy el monte, soy el verso" de Martí, Casal se queda con "el impuro amor de las ciudades". Parece claro que un esteticismo tal procede de un desolador repudio al espacio inmediato, a la vida cotidiana que se le imponía como una durísima carga.
Para combatir el hastío vital, el poeta acudió a los paraísos fabricados que la nueva civilización le procuraba. No sólo se trataba de la droga en forma de morfina, que sería la dicha artificial, la dicha verdadera. La pequeña sociedad burguesa y opulenta de la Cuba decimonónica le permitió informarse sobre los ritos, modas y costumbres de París, meca cultural que nunca llegó a visitar. De ahí, por ejemplo, su devoción sin límites por Gustave Moreau, pintor simbolista en boga al que Casal compara algo ingenuamente con un titán del arte.
Algunas veces se ha comentado la estética fin de siècle del cubano como una reacción casi espontánea frente a la mezquindad de la vida provinciana que llegó a conocer. Pero el parnasiano perfeccionista que parece ser en una lectura superficial, esconde detrás un camino simbolista que vierte su tristeza en poemas descriptivos. Un paisaje crepuscular, cincelado con mimo estilístico, no es sólo un pretexto para convocar ritmos y palabras hermosas, sino la interiorización objetivista de un estado de ánimo desolador. Por lo demás, en su interesante introducción, Carlos Javier Morales, experto en el modernismo hispanoamericano, va algo más allá y destaca no sólo las innovaciones formales propuestas por Casal, sino ante todo la raíz religiosa de su nostalgia, la búsqueda de un paraíso perdido en el arte refinado y el erotismo no menos exquisito que han de aliviar algo su angustia espiritual. En efecto, tanta inclinación por el soneto mitológico o pictórico, tanta exhibición de virtuosismo métrico y lenguaje sensual y suntuario, encuentran su explicación en otros poemas en donde la orfandad, la carencia existencial, hacen su aparición con conmovedora rotundidad. Así sucede, por ejemplo, en el soneto a su madre:
No fuiste una mujer, sino una santa que murió de dar vida a un desdichado, pues salí de tu seno delicado como sale una espina de una planta.
¿Habrá que recordar que éste es el mismo poeta que se extasía con los cuadros simbolistas, rememora el mito de Polifemo y Galatea y colecciona japonerías?