Antonio Lucas, Los mundos contrarios, Visor, Madrid, 70 pp., 2010
Irracionalismo neosurrealista. Dentro de nuestra tradición poética irracionalista más reciente y, en concreto, en la de corte más propiamente neosurreal (superreal o transreal serían otras opciones), no podemos dejar pasar por alto el auge que ésta experimentó a comienzos de la década de los ochenta del pasado siglo, fomentado sobre todo por un premio como el Adonáis, bajo la tutela por aquel entonces de Luis Jiménez Martos. Libros tan aireados como De una niña de provincias… (1981), de Blanca Andreu, sobre todo, pero también otros como Las berlinas del sueño (1982), de Miguel Velasco, Un lugar para el fuego (1985), de Amalia Iglesias, o Antífona del otoño… (1986), de JC Mestre, todos ellos galardonados con el primer premio, pusieron en primera línea de los escaparates, por aquel entonces, los modos —y modas— de dicha estética.
Viene este antecedente al caso porque, algo después de una década, el madrileño Antonio Lucas (1975, en adelante AL) aparecía en los círculos literarios con un primer libro de poemas de filiación asimismo —y poderosamente— irracionalista-neosurrealista, titulado Antes del mundo (1996), y a la sazón también al amparo de la colección Adonáis, ya que fue galardonado con un accésit del premio el año anterior. Ahora, catorce años después y dos libros más por medio, Lucernario (1999) y Las máscaras (2004), asistimos a la salida de su cuarta entrega poética, con título tomado de un disidente de la talla de Henry Michaux, lo cual no deja de ser ya muy significativo: Los mundos contrarios. audemars piguet replica watches
Durante este tiempo, ha sabido Lucas ir depurando y domeñando un lenguaje inserto en una opción estilística que, como todas, entraña no pocos peligros. Y no nos referimos sólo a la cuestión famosa del automatismo, sobre cuya imposibilidad de ejecución alertara ya Vicente Aleixandre hace mucho. Aludimos, en mayor medida, al riesgo de caer en palabrería huera, ese efecto sonajero o cascabel; en el vano rebuscamiento: en la sobresaturación adjetival y de imágenes, en suma, poesía cuya fuerza motriz reside principalmente en la metáfora.
AL lo sabe: sabe que el poema es lenguaje pero con idea en el intestino, lleno de profunda sustancia vital, un zarpazo del mundo que nos coge y nos lleva. Por ello, intuición, que guía, e inteligencia celadora gobiernan con tino un discurso que evade tantos peligros ahí, al doblar la esquina de algunos de sus versos. Y si a veces pudiésemos perder algo el pie, bien en el adelgazamiento extremo del referente, bien en ese furor de nombres, por utilizar expresión del propio poeta, son esas mismas intuición e inteligencia las que enderezan de nuevo sabiamente el discurso.
Y porque no sólo conoce estos peligros, sino también aquellos que van contra el crecimiento personal, vemos como la primera sección de esta última entrega se abre con otra muy oportuna cita del pintor Mark Rothko, que no podemos dejar de traer ahora aquí, a propósito de cuanto vamos diciendo: Lucho contra el arte surrealista como se lucha con un padre y una madre, reconociendo el origen y el valor de mis raíces, pero insistiendo en mis desacuerdos.
Sería, en efecto, tan escaso como empequeñecedor pretender etiquetar a un poeta como AL con denominaciones de origen que viene rebasando ya en su escritura desde hace algunos años, autor que ha mostrado un amplio interés y se ha sumergido en mundos contrarios que van del simbolismo francés a las vanguardias, del romanticismo inglés al barroco español, y que es capaz de conciliar estéticas sólo aparentemente distintas, como las del 27 y el 50 españolas, o a Roberto Juarroz con Aragon o Luis Rosales.
(Con un esclarecedor título contra los prejuicios de escuela, leemos en la contraportada del libro. Y al hilo de esta frase, y por citar de nuevo a un poeta que nuestro autor ha tenido siempre en gran estima, nos preguntamos si cabría pues hacer aquí una interpretación análoga a la que José Luis Cano hizo de La destrucción o el amor, de Vicente Aleixandre, traduciendo esa aparente disyuntiva en copulativa suma, y ver en estos mundos contrarios de Lucas algo que, mediante insumisión, disidencia y rebeldía, exige complementariedad, un mundo mejor, conciliación con la vida, la clave de esa tarde a contramuerte, como significativamente dice el último verso del libro.)
Palabra y ser: una metapoética del existir. Abundando en este sentido de mestizaje estético integrador, de conciliación de contrarios, es de resaltar asimismo la creciente pulsión metafísica, metapoética, que ha venido adquiriendo la poesía de AL. Muy alejado de áridos intelectualismos, respirada en el pleno pulmón de la existencia, esa preocupación del ser, indisociable del nombrar, que asomaba ya en sus orígenes (véase título de su primer libro), vertebra en profundidad esta entrega última. Así, el sentido de la escritura —del ser, decimos— es constante en el volumen, desde su primer poema, "Cuestiones aplazadas" (donde el poeta, visionario y conocedor de su oficio, establece su meta en nombrar el mundo, como hace la gran poesía, por vez primera, lo que equivale a fundarlo, verdadero acto creador), hasta ese memorable "Inscripciones" (que arranca advirtiéndonos de que No basta con dejar el surco en la pared desnuda, sino que Cuanto quieres está cada vez más adentro de la cegada puerta, como se dice más adelante).
Y por el camino, alternando poemas en verso y prosa (mundos también complementarios, dicotomía conciliadora, nada contraria), y a lo largo de tres secciones (la segunda de las cuales nos parece la más rotunda), va trabándose esa preocupación por el nombrar (por dotar de sentido a la vida, al mundo) y aun su misma falta de sentido a veces (muerte y nada ahí), con esa misma necesidad de llegar al fondo de las cosas, cada vez mayor (a la entraña oscura, a la plena raíz), para intensificar así aún más la existencia (nuevamente espacios contrarios/complementarios).
Y, de este modo, leemos en la primera sección, "Álbum del desconcierto", sin ánimo de ser exhaustivos, que en lo inédito está lo cierto (p. 17, "Al fondo de la altura"); o que el lugar de los amantes se halla, Detrás de las palabras, cuales sean (p. 19, "Dos cuerpos, dijimos, que se aman"); que Sólo en tu fondo suena la clave del secreto (p. 20, "Secreto"); o ese ¿Quién es quién en las afueras de la nada? (p. 21, "Antioración"); o la desolada y necesaria interrogante, ¿Para qué sirvió entonces el idioma? (o sea, el existir, p. 26, "Contra los héroes"), se contrapone —nueva conciliación— al terrible manuscrito del enmudecer (p. 29, "Fin de las palabras"), que equivaldrá a la muerte.
Y seguimos en la segunda parte del libro, acertadamente titulada "Psicofonías", donde el autor une su voz al paisaje de algunos de sus maestros, homenajes en los que ha venido insistiendo en sus anteriores entregas AL: si antes Blake o Cernuda, ahora sus no menos admirados Rimbaud o Lautréamont, en dos excelentes poemas en prosa. Leemos en este último, por ejemplo, que Escribir es no aceptar lo irremediable, buscar sin equilibrio (p. 35: nótese la rebeldía, el inconformismo ante el orden imperante, que ya aparecía en el segundo poema de la sección primera, "Insurrección"). Y en aquel otro poema, el dedicado a Rimbaud, se nos avisa de que al acto creador de nombrar debe arrancársele el hábito de la evidencia. En un tercero dedicado a Pound, en fin, viene a preguntarse AL de qué sirvió el poema, de qué ha servido la vida.
Es en la tercera sección, "Bazar de instantes", donde, curiosamente, asoma —tímida— una cierta búsqueda de la armonía, quizá reflejada en la aparición de palabras —algunas repetidas incluso— tales como infancia, transparencia, claridad, etc. Ya destacamos el gran poema "Inscripciones", que habría que reproducir aquí íntegro por su interés en este rastreo metapoético del existir que nos ocupa. Señalemos también otro texto, el que da cierre al volumen, titulado "Cabo de Creus", el cual incide aún más en esa sutil esperanza de apuesta por la vida (recordemos esa contramuerte, última palabra del poema y del libro, que ya destacábamos más arriba); apuesta que busca conciliar de nuevo esos mundos aparentemente contrarios, las dos caras de la moneda. Porque la parca aguarda, sí, Pero la noche no llega a lo que no será ceniza, a lo imperecedero nombrado en su raíz.
En fin. Aunque, de algún modo, exceda del cometido de este comentario, cabe aludir también aquí, siquiera brevemente, a la labor periodística de A. Lucas. Y no ya a la de redactor de la sección de cultura de un importante diario nacional, sino también —y sobre todo— a la creciente de articulista, labor por la que ha sido reconocido con algún galardón destacable (Premio Manuel Alcántara), y en la que no resultaría quizá demasiado exagerado ver puentes estilísticos —y aun temáticos—, proyecciones de la mirada, a la hora de abordar estudios más profundos y totalizadores sobre su poesía —y viceversa—. En este sentido, ¿cabría entender el poema "Federico García Lorca confiesa a John Ashbery en la noche del East Village" como una "crónica poetizada" —digamos— de la noche neoyorquina, por ejemplo? (Columnismo y poema: ¿nueva fusión de "contrarios"? Ahí Umbral, etc.)
Nada es casual en la buena poesía (¿hay otra?), y viene muy al caso la presencia del poeta andaluz en este libro. Recordemos que fue él mismo quien vino a declarar, en varias ocasiones, que la luz del poeta es la contradicción. Y si la contradicción arroja alguna luz, es porque algo concilia, desde luego. Porque vemos en ella. (Y señalemos también, a título de curiosidad, de paso, ya que hablamos de Lorca, el paralelismo existente entre el giro expresivo en un montón de perros apagados, del "Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías", del granadino, y el que dice de un sinfín de muertos agrupados..., en el poema "Al fondo de la altura", del libro que nos ocupa.)
Un paso adelante, en fin, otro peldaño ascendente en esa búsqueda poética de una voz cada vez más personal y singularizada, sin duda reconocible. Avanzando siempre hacia la luz del fondo, Antonio Lucas nos entrega en Los mundos contrarios, último Premio Internacional Ciudad de Melilla, su mejor libro.