Andrés Navarro, Un huésped panorámico, DVD, Barcelona, 72 pp., 2010
"Nuevas" tendencias. No parece que aquello tan repetido de oscuro el borrador y el verso claro, que pretendiese Lope de Vega, sea precisamente una pauta que tengan muy en cuenta los poetas surgidos al amparo de esa tendencia poética actual que ha venido a ser llamada fragmentaria y elíptica, y que tiene mucho de caleidoscópica, bastante representativa de un sector de la muy varia poesía que vienen haciendo en España los jóvenes y ya no tan jóvenes (y a la que, claro es, como a todo grupo representativo de una tendencia más o menos dominante, grupo de moda, le saldrán numerosos epígonos).
Polifonía de voces; proyecciones múltiples de la mirada; multiplicación del oído, que pretende recoger los varios sonidos del mundo y la vida de hoy; ironía intelectualizada; audacia metafórica y comparativa; ruptura con el discurso expositivo tradicional y con el lógico —y, de paso, aunque sin violencia ni declarados ataques, sino más bien en armónica cohabitación, su ruptura estética con la tendencia dominante anterior… Son, todas ellas, características perfectamente aplicables al libro que comentamos.
Nada nuevo, desde luego, desde el Eliot de las primeras décadas del pasado siglo hasta el Ashbery de hoy mismo —vivito e influyendo aún— y aun pasando por Barthes o el propio J. A. Valente, quienes ya publicaron volúmenes con títulos tan significativos como Fragmentos de un discurso amoroso o Fragmentos de un libro futuro.
Poesía en mutación —con paralelismo en una nueva generación de narradores— ha sido también inapropiadamente denominada, puesto que la poesía —la literatura, el arte— no hace otra cosa, sabemos —no debiera hacer otra cosa, claro—, que mudar, cambiar, avanzar, progresar: evolucionar, en una palabra.
Muchos de estos autores han sido descubiertos, o consolidados, de alguna manera, al amparo del premio Emilio Prados de poesía, principalmente, como es el caso del propio Andrés Navarro (1973). Señalemos algunos otros nombres, también, de este grupo, como el de Juan Carlos Abril (1974), Carlos Pardo (1975, uno de los puntas de lanza), Ana Gorría (1979) o José Manuel Romero (1974), de corte expresivo similar al de Josep Maria Rodríguez (1976), ambos poetas, a nuestro entender, quizá los hasta ahora más intensos y logrados.
(Entre los mayores en edad, encontraríamos a Luis Muñoz (1966), quien ha evolucionado de una poesía muy próxima a la de la "experiencia", en sus primeros libros, hasta ésta de manera claramente elíptica ya en el último. O al poeta, ahora más difundido, a raíz de la aparición de la antología La inteligencia y el hacha, Jorge Gimeno (1964), representativo de una línea intelectualizadamente culturalista y experimental).
Tras esta panorámica generacional, digamos que entre éstos y aquéllos, en un lugar destacado —y, más aún, tras la aparición de este nuevo volumen— se sitúa el valenciano Andrés Navarro, autor hasta la fecha de dos libros de poemas, La fiebre (Pre-Textos, 2005), y este Un huésped panorámico, premio de poesía Ciudad de Burgos 2009 (hay que felicitar a DVD por su portada; por haber logrado un sello tan personal, tan propio, en la factura de sus libros).
A debida distancia. Empezando por el principio, llama poderosamente la atención, por acertado y original, el título que da cobijo a estos versos. Un buen título, como hemos señalado alguna vez, encierra muy a menudo la quintaesencia de una poética. Así, Un huésped panorámico nos sitúa a debida distancia de la realidad, de las cosas, las vivencias y los hechos. En una "nueva" perspectiva (ausentarse, en suma, es la historia / de todos, dice el autor). Refleja un cambio de posicionamiento en la mirada y, por tanto, como es lógico, en la expresión, que se plasma asimismo en un apartamiento polifónico, no falto de finas sutilezas de humor y de ironía, rasgos siempre de posmodernidad. No se trata ya, en absoluto, de la tan manida primera persona de una poesía intimista, sino que el centro del discurso se desplaza, diríamos, al extrarradio, a las afueras. A una posición panorámica de observador discreto, disolución del yo en un nosotros.
Todo esto aparece reflejado en la dicción, a ratos telegramática; en la visión poliédrica de la realidad de un libro estructurado en tres secciones, la segunda de ellas curiosamente compuesta por quince poemas de nueve versos cada uno; en el ritmo, siempre lírico, aunque orille, de vez en vez, por propia voluntad, sonidos cercanos a los de la prosa. Su oscurantismo, de signo irracional, engancha tanto como esa audacia metafórica y comparativa a la que aludíamos antes (insectos / contra un parabrisas / como ideogramas del futuro; o las gaviotas son cisnes /de extrarradio; o los hombros pidiendo limosna: ejemplos sólo de un mismo poema, "Os hablaré de ti"), como asimismo engancha, a menudo, esa superposición de planos discursivos: características, todas, que también incomodan a veces, sí, pero que piden siempre continuidad de lectura y relectura.
Lectura y relectura que van informándonos secuencialmente, a través de esos planos sobre planos elípticos, de las grietas del tiempo que hoy nos toca. Y no sólo el poema y su discurso dejan esa sensación fragmentaria, sino que experimentamos, al terminar la lectura de la obra, la sensación de haber como completado un puzzle (muy especialmente en la sección intermedia), un rompecabezas que sólo "comprenderemos" al haber puesto ya todas sus fichas, al leer todos sus textos.
Quizá debamos disentir de las palabras de A. Machado, quien, al aparecer esa nueva poesía que luego configuró lo que hoy conocemos como generación del 27, vino a negar que el intelecto cantase. Quizá debamos disentir o —mejor— precisar que sí, que claro que canta, que puede cantar, aunque el sonido sea otro, otra su música. Acordes —desacordes— no exentos de riesgos continuos, por cierto, como, v. gr., los que suelen derivarse del alarde literario y la ostentación de inteligencia; de la pérdida excesiva del referente —hay quien la ha tildado ya de poesía crucigramática, con parentesco en la adivinanza, casi como acertijo a tramos—; del enfriamiento —a veces, quizá demasiado grande— de la emoción (En la nevera siempre hay té frío / con hojas de léxico en desuso, se declara ya en los dos primeros versos del libro; o El frió muerde astillas / degramática, leemos también en p. 19, errata incluida): una "emoción" intelectiva y racional, más que del sentimiento, amparada en esa perspectiva distanciada a que nos hemos referido (y no olvidemos, a este respecto, las palabras del gran cubano José Martí, quien sostenía ya, hace más de un siglo, que, enArte, la emoción es lo primero).
Son riesgos, desniveles y despeñaderos que Navarro suele sortear bien, como acostumbran a hacer los mejores poetas de una tendencia dada, en este caso de la rupturista del discurso, fragmentaria o elíptica, llámese como se quiera, entregándonos un buen libro, muy representativo, y cuajado ya, de ese ramal de la última poesía.
Especial cuidado ha de ponerse, pues, con ciertos alardes literarios y experimentaciones, tan necesarias, por otra parte, pero con los lógicos peligros de afectación y exceso retórico —y consiguiente pérdida de naturalidad—, ya que, recordando a otro de nuestros grandes poetas vivos, Antonio Gamoneda, la poesía no es literatura. O no es sólo literatura. O debe ser más que eso.