Hora iba siendo ya de que una de las grandes editoriales de poesía de nuestro ámbito acometiese la labor de presentarnos una amplia muestra recopilatoria, como es el caso, de la producción (1977-2009) del muy singular poeta que es Dionisio Cañas (Tomelloso, 1949). Ha sido el sello Hiperión, no en vano, tan ligado a varios momentos poéticos del autor (recordemos que títulos como La caverna de Lot o El fin de las razas felices también vieron la luz en dicho sello), el que, de la mano de Manuel Juliá, seleccionador y autor de prólogo y epílogo, ha venido a editarla finalmente.
Antología y antólogo. El libro se presenta con el acertado título genérico de Lugar, uno de los paradigmas poéticos de Cañas, como bien explica el prologuista, y, además de la propia antología, ofrece nuevos poemas del autor aún no recogidos en libro, así como el prólogo y epílogo mencionados.
Lo primero que hay que decir es que no asistimos aquí a la acostumbrada selección cronológica, sino que Manuel Juliá (MJ en lo sucesivo) ha preferido ofrecernos una muestra en tres tiempos o fases, seguramente con la anuencia del poeta, que se inicia con una sección de poemas de los libros en los que DC (Dionisio Cañas) conquistó su voz y mundo propios, "Ladrón de palabras" (1987-2008), y que incluye textos de El fin de las razas felices, 1987; El gran criminal, 1997; Corazón de perro, 2002; e Y empezó a no hablar, 2008. Los poemas de estos libros aparecen mezclados entre sí, aunque bien trabados en un "orden" de lectura y de asunto que el buen ojo lector del antólogo ha sabido establecer.
Siguen a este apartado, el más significativo y característico, otras dos secciones, "Nuevos poemas (2009)" y "A quien pueda interesar (1977-1990)", donde aparecen, respectivamente, varias composiciones del último quehacer de DC, de un lado, y, de otro, algunos textos comprendidos entre la aparición de su primera obra, El olor cálido y acre de la orina, de 1977, y la publicada en 1990, En lugar del amor, obras que el propio autor considera, algunas —las primeras— iniciáticas, y otras —posteriores— de tanteo aún, si bien ya cercanas de lo que vino a configurar su personalidad expresiva y mundo poético. (Digamos, a este respecto, que esa sección final interesa en sí misma, al margen de que la voz de Cañas no estuviese bien determinada aún, ni su orbe plenamente configurado, pues encontramos magníficos poemas como "Septiembre, cuando llegue la vendimia" o "Una tarde, hablando con David, pasaron nubes", por citar dos tan sólo).
Hemos mencionado también un prólogo y un epílogo. El prólogo, más que un pórtico de entrada o situación, es un lúcido ensayo introductorio que nos instala de lleno en el mundo poético de DC, sentando bases y analizando claves, y que ha de quedar —queda ya— como referente inexcusable para posteriores inquisiciones en la obra del manchego (entendemos el bello epílogo como un complemento y colofón de este ensayo prologal, tras la lectura de los poemas en sí).
Poco le queda al comentarista de un libro como éste, en tan poco espacio y leyendo las páginas referidas, sino el deber de remitir allí al lector, para que pueda encontrarse con, entre otras interesantísimas apreciaciones de calado, una valoración nuclear, y muy anatómica, de la poesía de Cañas, según la cual el corazón de ésta sería la capacidad de conmover (¿no sería ese motor mismo el de toda poética de altura?); el dualismo cosmovisionario, expresión que acuñara José Olivio Jiménez (cisne y cerdo, blanco y negro, cara y cruz, razón y carnaval), representaría los pulmones por los que respira; constituyendo el esqueleto, es decir la estructura ósea con la que se desplazan estos versos, dos sitios esenciales como son Nueva York y La Mancha, y, por extensión, el propio concepto de "lugar", siempre buscado y anhelado por esta poética vagabunda, merodeadora, ya desde sus inicios (véase, en este sentido, el poema final de la antología, titulado "El desterrado", donde el lugar-lugar viene a fijarse en el idioma, en la palabra, que es, a su vez —nos atrevemos a añadir nosotros—, trasunto de la propia madre, tierra madre, o del mismo seno materno, donde empezar a no hablar nuevamente).
Poeta y poética. Aunque de origen manchego, DC pasa una etapa de juventud en Francia, para trasladarse luego a la ciudad de NY, en la que reside unos treinta años, desempeñando labores docentes como catedrático de Literatura en Baruch College (CUNY), puesto del que se prejubiló no hace demasiado tiempo, para volver, sobre todo, a las raíces de su Tomelloso natal, paisaje y lengua, en esa búsqueda continua del "lugar" a que aludíamos.
Manchego en NY, neoyorquino en La Mancha, aquí y allá, a contrapelo, solitariamente, al margen de modos y modas, la poesía de Dionisio Cañas ha ido creciendo, con personalidad indiscutible, dentro de una estética de impulso realista, plena de experiencia vital, que le clava el colmillo a la vida sin tapujos ni eufemismos, pero que no desdeña nunca el vuelo imaginativo ni la manera de pronto surrealizante, muy particularmente asumida (surrealismo sucio viene a denominarlo, quizá con algo de exageración, MJ).
Aunque cierto es que lo auténtico no constituye un valor artístico en sí mismo, y en arte importa el resultado más que las buenas intenciones, no es menos cierto que detrás de toda obra verdadera late una voz que nos suena siempre auténtica, por plena, disentamos de ella luego o no (piénsese ahora mismo en Wilde, v. gr.: ¿el más frívolo, esteticista y "mundano" o el de la Balada de la cárcel de Reading?). El escritor es el hombre, sabemos. Así, frente a malditismos de poca monta y voluntarias poses desarraigadas de andar por casa, en la poesía de Cañas sentimos el profundo sabor de lo vivido en el extrarradio, una gota de luz ansiada en la penumbra, desde el vagabundo desdentado al tugurio portuario de alta noche en Manhattan (no olvidemos que El gran criminal es título que procede del propio Rimbaud).
Versos que buscan conmovernos pero también conmoverse: que se conmueven a sí mismos, en fin, en su merodeo constante con esos seres que pueblan las aceras menos favorecidas, un oído puesto siempre hacia los márgenes —hacia los que más pierden—, hasta llegar al punto de unión que refleja un espléndido poema como el denominado "Poema de amor" (p. 83), con su memorable arranque: El poeta es la viuda del hombre.
El amor, sí. Otro "lugar". Y luego está la muerte. Ese cero de los días que va ocupando un espacio cada vez mayor en los últimos textos de DC, viejo y nuevo lugar (y dos lugares no necesariamente antitéticos, sino hasta complementarios, más bien, al igual que vida y muerte). Se trata ahora de poemas que, por lo visto, tienden al cauce del verso (a veces de modo telegráfico casi, como ese curioso poema-guión de economía extrema que es "Infierno doméstico", p. 154), frente al predominio del poema en prosa que parece establecerse en su producción anterior más significativa —y que ya escribía, todo hay que decirlo, mucho antes de esa creciente moda que se produjo en España, hace unos pocos años atrás.
Una gran muestra, en fin, de la poesía que viene desarrollando, sin aceleración y sin descanso, como el corredor (merodeador) solitario de fondo que es, y muy al margen de la feria de vanidades, Dionisio Cañas. Una obra tensa, intensa y despojada, profundamente solidaria, sin concesiones a lo consabidamente poético, que respira fundida en aquellas palabras que conciliara John Keats, bello y feo me gustan; una voz ya instalada en su propio mundo, amable y áspero a la vez, sin disociación posible: versos que, hurgando aquí y allá, en la rosa y en lo sórdido, suenan siempre cañeros.