Basta leer unas páginas de La sangre de los fósiles para reconocer de inmediato en Micó a un poeta con oficio, sobradamente curtido en las faenas de la literatura. Las solapas del libro sirven de aval externo: traductor (Ausiàs March, Ariosto), editor de clásicos (Guzmán de Alfarache, El Quijote, la poesía de Góngora) y profesor universitario en la Universitat Pompeu Fabra. Con un juicioso espaciamiento, ha entregado como poeta libros muy bien acogidos: La espera (Premio Hiperión 1992), Camino de Ronda (Tusquets, 1998) y Verdades y milongas (DVD, 2001).
Reconocido lo patente, Micó debe ser contado en el bando de los poetas clasicistas, pues el carácter de lo clásico atraviesa todos los registros: disciplina métrica, limpieza léxica, nitidez de imagen, dicción sabiamente templada, latente e inteligente intertextualidad, topoi, referencias culturales y un constante control sobre el material y los modos poéticos de materializar el inasible mundo interior. Me ha llamado la atención su empleo personal de la combinación de endecasílabos y heptasílabos: es el de quien se ha “dejado hacer” por la tradición, y en este dominio recuerda a Martínez Mesanza, con quien además comparte esa devoción por el mundo del Renacimiento literario italiano.
Así, los versos dejan oír una voz grave y meditativa que escapa hábilmente de la sentenciosidad –lo único que nuestro oído postmoderno no podría tolerar- en esta querencia de lo clásico. Aquí me parece que radica uno de los valores del libro: la elusión de los escollos que surgen en el trato asiduo con la tradición, los que pueden terminar disolviendo la voz personal y produciendo falsetes y remedos. Ya Eliot había dado el aviso en La tradición y el talento individual: sólo la asimilación personal de la tradición por el artista de genio puede producir la obra verdaderamente valiosa, y evitar tanto cualquier suerte de originalismo críptico, como el riesgo de regresismos a modos, sensibilidades y tiempos pasados.
Y es el tiempo como conflicto del poeta lo que es modulado sobre el clásico topos literario: su fugacidad, el carácter transitorio de todo, la tristeza ante la decadencia del cuerpo, y el marchitamiento de la carne. A través de las tres secciones –Ser y estar, Tránsitos y Divieto di sosta- se presenta una meditación lúcida, donde la perplejidad y cierto resabiamiento amargo ante lo que la vida es para el poeta se presentan como ignición para la urdidumbre de la imagen, bien afinada e impecable: el tema del fósil que queda como recuerdo petrificado de la sangre que fue el vivir es la certera imagen que estructura el poemario temáticamente. Se revela entonces una antropología que vive el tiempo desde la inmanencia y la desolación interior: desde allí el poeta se esfuerza por articular una voz meditativa que permita hacerse con el instante, poner en pie el poema como obra de arte que aspira a mayor solidez que la vida, asunto mucho más delicuescente. En esto reconocemos un rasgo de la estética clasicista.
La insistencia en la negatividad existencial de la experiencia marca, a mi parecer, de un modo excesivo el libro. La sobresaliente solvencia poética de Micó resalta su voz entre las de esta orilla de nuestros tiempos, donde todo es post, y todo tiene esa apariencia mate de lo que se está acabando, sin asomo de esperanza. Se agradece la sinceridad clásica del autor de La sangre de los fósiles, pero el que escribe estas líneas echa de menos en la poesía contemporánea más incursiones, aventuras y asombros por la otra orilla, por la de la posibilidad de que el mundo y la persona sean misterio desbordante, temblor, admiración, sospecha: sean confianza. El clasicismo no está reñido con esto.
José Manuel Mora-Fandos