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El vuelo del abandono

William Carlos Williams, La m�sica del desierto, Lumen, Trad. Juan Antonio Montiel, Barcelona, 155 pp., 2010

Más allá de todas sus aportaciones a la modernidad en poesía, William Carlos Williams, cumplidos ya los 70, escribe sobre Rene Char, veinticuatro años más joven que él, estas palabras: Rene Char eres / un poeta que cree en / el poder de la belleza / para corregir el mal. / Yo lo creo también. / Con imaginación y coraje / hemos de superar / a las pobres estúpidas bestias: que todos lo crean / como tú me has enseñado / a creerlo.

Williams sabe secretamente que la poesía es la única política verdadera, y avanza una actitud insobornable ante el hecho poético, que él es capaz de encontrar, desde sus inicios, en cualquier hecho, en cualquier momento (como en "La carretilla roja" o en "Las ciruelas"). Su poesía es, antes que nada, una huida hacia lo real, hacia las calles y los cuerpos. Esta es una operación para verificar cuerpos y presencias, gestos y posiciones.

Explica Juan Antonio Montiel en el prólogo que el poeta tenía la convicción de que el verso libre había hecho ir a la deriva a la poesía norteamericana, que era necesario introducir una novedad formal, y encontró en el pie variable su solución. En él se conseguía, según el poeta, una cualidad sonora que se correspondía con el habla culta de los Estados Unidos, independiente de la tradición británica. Este hallazgo formal será decisivo a la hora de entender esta obra, que es básicamente un cuestionamiento de las formas de la poesía y del mundo, una entrada en materia. Sus tres últimos libros constituyen el final de su proyecto poético. Cuadros de Brueghel, Viaje al amor y La música del desierto, y los tres han sido traducidos por Lumen. La poesía no deja de ser nunca para él una medicina contra el desorden y la desgracia. Así escribe en este libro los siguientes versos inagotables: Si debo hablar ¿Qué diré? / ¿Que he encontrado / cura para los enfermos? No hallé ninguna / cura, / más que esta flor torcida / Con solo / mirarla / los hombres sanan.

La flor que nos cura es deforme, está ya marchitándose, es consciente de su naturaleza. ¿De qué modo podría un médico encontrar una cura para todos los enfermos? No hay solución, solo acompañamiento, trabajo minucioso, estudio, reflexión ante cada cuerpo, que exige ser escuchado de un modo único. Estos poemas son armas para la escucha. La flor no es otra cosa que la diferencia, en la que el mundo se concreta, bello e imperfecto. La flor nos insta a apropiarnos de nuestra vida cada día, nos insta a estar disponibles, a multiplicar los significados, a abrir los posibles. ¿No sería esa la misión última del poeta o el médico: dar vida a aquello que no la tenía? ¿No es esa la misión que Williams desea cumplir: hacer que las peras maduren, perfeccionar la naturaleza humana, intervenir en las etapas del mundo?

Williams tiene algo de poeta italiano, de la vasta maternidad de Umberto Saba. Ambos nacieron en el mismo año, tag heuer replica y seguramente, guardaban secretos parecido. Williams hace un ejercicio de responsabilidad, habla desde el lugar sereno de quien ha visto la totalidad. En el poema "Daphne y Virginia", dedicado a las mujeres de sus hijos, escribe: Sé paciente mientras me dirijo / a ti en un poema: no existe / medio mejor. / La mente / vive ahí. Es incierta / y puede engañarnos, dejándonos / medio muertos. Pero en recursos / ¿qué cosa puede / igualarla? Nada. Igual que en "Asfódelo" consigue definir la evolución de la relación amorosa con precisión, aquí asume que el lenguaje es lo que eleva el amor y lo hace intocable, resignándose a ello.

Habitando una tierra doliente, Williams tiene la certeza de que esa doble vida entre la poesía y la medicina ha sido fructífera, y se han unido en una sola. Y, por otro lado, la vida llega a su término cuando el cuerpo toma otra forma, en la vejez, cuando la fragilidad nos alcanza, y acaso por eso el deseo debe hacerse más firme, superando las dificultades a las que el cuerpo lo somete. El deseo estaba antes que el cuerpo, parece decir Williams, y estará después. "No amamos porque estemos habituados a vivir, sino porque estamos habituados a amar", escribió Nietzsche.

Se nos presenta, como en Paterson, un territorio reconocible y mítico donde la vida no vale nada, donde todo parece sagrado, verdadero. Aunque pases al otro lado, es imposible pasar del todo. Este país y esta memoria que Williams dibuja nos enfrenta a la herencia de la masacre, de la desigualdad, y cargando esa culpa es imposible desaparecer o morir del todo. Ese paisaje es el escenario de su vejez, y la misión del poeta no es encontrar la cura, pero sí definir un territorio abierto en el que volvería a nacer. Solo la locura de la danza puede dar solución a ese enfrentamiento silencioso entre el primer y el último poema del libro. Habiendo llegado al final de la mente, solo queda escuchar el idioma sin ley de las fronteras. Así llega Williams a la música, al baile, a resolver su proyecto. Con paciencia y espera uno puede escuchar las palabras de los hombres como si fueran voces de pájaros, y a los pájaros como si tuvieran voz humana.

Consigue Williams hacer de su doble vida una única muerte. El descenso a la memoria que plantea el primer poema, totalmente consciente, acaba siendo un descenso al inconsciente, a un viaje hecho ya en la vejez, que es un viaje a la muerte, el último viaje. ¿Qué le puede preocupar al viejo médico que no ha encontrado cura para sí mismo, sino mostrar todos los mecanismos de la mente, el viaje de lo consciente a lo inconsciente? Había un desierto aquí, y algo sonaba en el desierto. De algún modo el poema "La música del desierto" es una premonición, porque es en esa frontera de El Paso donde se sigue escribiendo la historia trágica del mundo. No hay nada más real que ese inconsciente.

Quedan así definidos los ciclos de la vida, las edades del hombre, la infancia y la muerte, la presencia común. Nos sometemos al juicio y la herida para que nuestra fe aparezca y tenga vida propia. La belleza corrige el mal, dice Williams, y para verla es preciso descender, sentir lo incontrolable, abandonarse. La conciencia trabaja incesante para ello. Después de haber tocado los límites de la lengua el libro acaba invocando una  danza, en la búsqueda de una forma humana distinta del cuerpo. Esta es la actitud humilde de Williams, negar el trabajo y los años dedicados a las palabras para acceder a la otra vida: renunciar a lo conseguido para pasar al otro lado como un ser nuevo, limpio, libre de historia. Espera que la misma levedad con la que nombró y se posó sobre el mundo le sea devuelta. Como a una hoja. Abrimos el objeto duro del poema para que en él la vida ocurra. Lo exponemos, pero la muerte casi siempre lo conquista, lo sepulta, se anticipa. Para resistir a la muerte Williams estudia los pájaros, se esconde en la frontera, se adapta con esfuerzo a una naturaleza propia, mental, que define su lengua poética y la instala en un lugar secreto, inalcanzable. Un hombre en el medio del vuelo se abandona, deja de agitar las alas, pero no cae. Se abandona al aire, a la pura respiración, a los otros pájaros, al trino, al designio.

¿Se puede sentir piedad sin sentir culpa?. Si, se debe. También la pureza hay que limpiarla varias veces cada siglo. Esta palabra se compromete con aquellos que no conocen el significado del compromiso, y así, sienta precedente. Las fracturas del lenguaje tienen su propio lenguaje. ¿Puedes oírlas?

Pablo Fidalgo Lareo


 

 

 

 

 

 

 










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