Después de algunos años de extravío y tras una reciente y vigorosa recuperación, el premio Adonais sigue cumpliendo con el cometido para el que nació: revelar a jóvenes poetas inéditos en cuyo primer trabajo quepa entrever una promesa, como este Fiera venganza del tiempo del sevillano Vaquerizo, que apenas cuenta con veintisiete años y que ha acometido la ambiciosa tarea de bosquejar -en siete secciones- una suerte de fresco completo de la existencia.
Un fresco esbozado desde el arquetipo más que desde la experiencia individual: el título del primer poema, “Génesis”, y el primer verso, En el principio la bondad del ser, delatan ya esa distancia o impersonalidad de las que pocas veces se desvía Vaquerizo, interponiendo muy raramente detalles biográficos entre el poema y el lector. Esa objetividad y ese desasimiento del yo se advierte también en los demás poemas de la sección -”El fuego”, “La lluvia”, “El aire”- que desde su elementalismo presocrático invitan a una lectura en clave universal: el mundo nace con cada uno de nosotros. La segunda sección “La herencia”, matiza esta mitología y despoja al individuo de su carácter absoluto: Somos prolongaciones de otros seres y cosas, afirma, imperfecto reflejo del origen, entroncando así con un tema frecuente de la poesía contemporánea española, el fatalismo/ providencialismo de poetas como d’Ors, Trapiello o Cabanillas, que a menudo leen en los actos de sus ancestros el augurio de su presente. ¿La diferencia? Desde su confesa juventud, Vaquerizo entona una suerte de “himno en suspenso” ante una existencia que descubre recién inaugurada y menos cargada de sentido: Que el azar como centro y punto de partida/ en ti halle la dicha y el mundo se te abra/ como una flor que nace ya madura.
La tercera sección, “Infancia”, introduce poemas con mayor vocación narrativa y que no eluden la primera persona, como el que empieza Era agosto y llovía (ateridos los árboles)/ y un huracán de signos me movía/ a emprender el regreso hacia la infancia. La lógica proustiana y la superposición de dos planos temporales -deslumbrante en “La casa”- construyen aquí el discurso del recuerdo. La cuarta sección, “La belleza”, constituye fundamentalmente un ejercicio de metapoesía en el que el poeta novel rinde culto a sus dioses protectores, desgrana los elementos de un cierto programa y da razón de su vocación poética. Lo mejor, esa caracterización de la experiencia de la belleza, que puede herirte como isla o como llanto/ mientras sientes que dejas de existir. La quinta sección, “Tiempo en travesía”, recoge el tópico cristiano del status viatoris y la metáfora del viaje como cifra de la existencia, con una levemente mayor presencia de la anécdota autobiográfica. La sexta, “Psique y el tiempo”, y la séptima, “Eros”, indagan en el yo y la subconsciencia a través del sueño y el amor, pero una vez más bajo el signo del arquetipo más que de la experiencia personal: véase el arranque del poema amoroso “Recuerdo”, que reza Hablamos mucho tiempo. Finalmente/ el verbo se hizo carne, en una subversión del texto juaniano que es casi un retruécano.
Fiera venganza del tiempo contiene algunos hallazgos brillantes y da muestras de que el poeta ha asimilado bien la lección de muchos poetas coetáneos (y no sólo coetáneos: Virgilio, Horacio, Leopardi, Rilke, Pound son homenajeados aquí, junto con un Lezama Lima que no casa con el resto del conjunto) de orientación clásica: la ponderada discreción, la severidad amable y la impecable claridad de Vaquerizo dan a sus versos un aire de epitafio memorable. ¿El peligro de estos versos en general bien cincelados? El ocasional fallo de la arquitectura del poema, el prosaísmo filosófico, la pedrería culturalista o el preciosismo verbal (“eternal”, “beldad”, “ofréndense”) que con sus resabios modernistas empañan algunas audacias léxicas (“funámbulamente”). Nada que el tiempo, con sus fieras venganzas pero también con sus sosiegos, no pueda curar.
Gabriel Insausti