A la obra de César Simón le ha sucedido lo que a la de otros poetas que, por edad, debieran haberse incluido en la generación del cincuenta. Ahora que estamos en un tiempo de enésimas reformas y nuevos encasillamientos del panorama lírico, los libros del poeta valenciano parecen reclamar un interés que rebasa las fronteras locales y se extiende al resto de España. Este fenómeno no es nuevo. Las antologías sobre un único poeta, más aún si éstas se realizan póstumamente, suelen obedecer a una voluntad de canonización más o menos indisimulada. El prólogo entusiasta de Vicente Gallego así lo demuestra.
La poesía de César Simón nació tardíamente. En 1971 aparecieron sus primeros títulos: Pedregal y Erosión,swiss replica watches cuando su autor contaba treinta y ocho años. Sólo a partir de la década de los ochenta y, más todavía, a raíz de la concesión del premio Loewe por Templo sin dioses (2000), se le ha empezado a dedicar una mayor atención. Esta demora en la proyección del poeta ha jugado en su contra a la hora de conocer con precisión su obra. Así, a veces se ha escrito de Simón que es un autor de versos escuetos, pero cuando se lee la presente antología nos encontramos con que sus primeros libros manifiestan una predilección por el versículo largo y el tono invocativo. Sólo en su etapa final, la más interesante, se prefiere la expresión breve, como se demuestra en estos versos emocionantes, escritos poco antes del fallecimiento del poeta: Ahora canta un pájaro./ Suenan muy puras sus tres notas./ Llama ¿a quién?/ ¿a ti, que estás ya muerto?. César Simón obtiene sus poemas más bellos en la evocación del ensimismamiento ante las realidades más pobres: una tarde de invierno, una carretera abandonada, la luz sobre unas piedras.
La preocupación esencial de toda su obra reside en un tema casi único: okreplicas.com la búsqueda aparente de un conocimiento más allá de todo conocimiento racional y de toda certeza emanada de una fe religiosa. Esta búsqueda se propone en sus primeros libros, tras afirmar casi dogmáticamente la inferioridad de otras vías: Hay un saber más alto que la inteligencia,/ un ligero fervor silencioso y musical,/ ambicioso y desinteresado, como el resplandor de los días al final de las calles,/ sobre las montañas difusas del horizonte. La nueva entidad atisbada por el poeta tiene contornos poco definidos, ya que es un acorde discursivo de palabras mudas,/ pero que nada afirman, sin embargo. En estos casos la metafísica se convierte en persecución de un ser inmanente, cuya existencia se afirma en algunos poemas, pero que al final, a fuerza de asegurar la importancia del silencio y del vacío, acaba por identificarse con la nada. Descartadas la razón y la fe, ni siquiera ese más allá laico se identifica con el deseo, la esperanza o la belleza, según se declara en varios lugares. O sea, que no existe. No es de extrañar que en uno de sus poemas últimos César Simón reconociese creer, con fiebre y con ardor, en nada. Esta actitud puede entenderse como una conclusión coherente y es, por cierto, muy conmovedora sobre todo si la asociamos con alguien que se encuentra delante del umbral definitivo. Sin embargo, me temo que encubre una pequeña falacia. El poeta no puede ser tan nihilista, ya que, si no creyese en nada, dejaría de escribir y entraría dentro del memorable club de los Bartlebys y compañía de los que habla Enrique Vila-Matas en un libro excelente. Todo poema es, a pesar del pesimismo que pueda destilar, un acto de afirmación creadora. En algo creía el yo poético de César Simón, a pesar de sus constantes invocaciones al silencio y la nada. Ese algo se llama lenguaje, ese instrumento tan denostado (retóricamente denostado) con el que volvía una y otra vez a interrogarse sobre la inutilidad de todo lenguaje.
Así pues, no puedo sino manifestar mis reservas ante una poesía que me resulta conceptualmente pobre y, lo que es más doloroso, en exceso recargada y vacilante en cuanto al tono que debe adoptarse en cada momento. Valgan un par de ejemplos de su poesía final, la mejor considerada por la crítica. El poema “El abismo” comienza así: ¿Qué rictus se extasía en aire estanco/ qué intangibles equívocos?. Y la respuesta a pregunta tan altisonante llega cinco versos más abajo: Amigo, qué silencio/ en la profundidad de lo profundo. No se necesitaban tantas alforjas para tan corto viaje. Si de lo que se trataba era de mostrar la hondura existente en la nada -en el puro no, que diría Girondo- quizá hubiera sido más ajustado no emplear un tono grandilocuente, si no más bien ese otro que prefiere una simplicidad que se ajuste a tanta desnudez conceptual. Otro poema de la última etapa se abre con estos dos versos: Qué distante la noche./ Qué recogido el campo. Y luego nos damos de bruces con el tercero: Qué estridular melancólico. Puede que estos chirridos estridulares sean originales, pero cuesta considerar la vaciedad del ser con el diccionario de la Real Academia bajo el brazo.
Hemos comenzado sugiriendo la relación entre las antología y el canon. Sin embargo, aunque resulte algo incómodo ejercer de abogado del diablo, me temo que todavía habrá que aguardar un poco para tomar como punto de referencia ineludible al poeta valenciano, tan sensible como irregular. No son pocos los nombres silenciados en su día, luego resucitados y, por último, devueltos al olvido. Poesía de poca pedrería y mucho pedregal, áspera en su dicción y fuerte en sus aspiraciones, la de César Simón ha conocido una cierta revalorización en los últimos años que todavía debe consolidarse en el tiempo. La abstracción conviene poco a una poesía como ésta, que, a base de rizar el rizo, trata de olvidar el propio acto de pensar, que es, por cierto, aquello que le da sentido.
Javier de Navascués