“Escribí estos poemas en la cárcel. Casi todos en una celda de castigo donde sólo podía caminar seis pasos. Ese fue mi hogar durante un año, cuando estaba seguro de que ése era el lugar donde me iba a buscar la muerte”. Estas palabras serían la mejor presentación del último poemario de Raúl Rivero, periodista y poeta cubano, nacido en 1945, y encarcelado por la Dictadura Cubana durante poco más de un año por sus lógicas y evidentes críticas a un sistema político inhumano.
Y es que Rivero se ha convertido en uno de los pocos poetas cubanos vivos que pueden hablar con libertad del actual estado social de la Isla, expresando en sus versos y memorias el empeño de tantos ciudadanos cubanos por llevar una vida digna y libre. Amigo de poetas como Guillermo Cabrera Infante o Nicolás Guillén, Rivero posee una palabra precisa y vehemente, neta y con rasgos propios bien definidos. A caballo entre la vanguardia tardía hispanoamericana y una poesía social discreta, sus versos, lejos de expresar un resentimiento rencoroso y violento contra el Totalitarismo, reflejan más bien el sentir humilde de un alma que ha procurado volar libre cuando estaba aquejado de represiones injustas. Vamos: que no se trata de una poesía politizada o amarga.
Vidas y oficios, como el propio Rivero explica, es un libro heterogéneo. Aunque todos sus versos están escritos durante su encarcelamiento, posee una variedad temática muy clara. Abundan sobre todo poemas de amor dirigidos a un “tú” lejano y multiforme, que aparece y desaparece, que se acerca y se aleja, como un sueño confuso y visionario. Sin embargo, pienso que los poemas más audaces y acabados son aquellos que expresan el vivir interno del poeta en la celda (“este es el hueco / que me toca / debajo de la tierra / que amo tanto”).
Allí, el poeta busca amparo en las palabras, no sólo en las suyas propias (¿por qué esta noche no eres el mar / otro refugio / o nada más mi compañera a la deriva / Poesía, dolor puro de tanta lejanía?), sino también en las ajenas (con Mallarmé esta noche soy libre). Con sus versos, el poeta puede volar libre a donde quiera: puede subir en los trenes que escucha por las noches, puede pasear por las ciudades que ama en América o Europa, puede dirigirse a sus hermanos presos (buenas noches, amigos sin cara / de las celdas aisladas / que nuestros fantasmas / nos dejen reposar y nos den fuerza), o enviar regalos a sus amigos desde la distancia. Es frecuente el amparo en la naturaleza, entrevista por las rejas de su celda (nubes de enero, nubes / vidas, galaxias, / sálvenme), y aliada insustituible para sus mensajes hacia el otro mundo (así es que hice señales / desde el techo / y le dije a un relámpago: / yo amo a esta mujer / y necesito consagrarme / a su felicidad).
Pero, por encima de estas ensoñaciones, impresionan al lector poderosas afirmaciones sobre la soledad, la libertad y el temor trazadas con fuerza y claridad: luchad por que más nunca ningún poeta / ningún hombre o mujer de nuestra Isla / se tenga que morir en el destierro, yo vivía / el instante precioso que pasaba / y el miedo insuperable a estar despierto, tengo recuerdos / para ampararme (…) / te dejo sola / soledad, etc.
Se trata, en fin, de un libro que canta las aspiraciones más humanas y legítimas de un alma que sufre el destierro. Por eso, sus versos superan los límites espacio-temporales donde nacieron, y se tornan en un canto universal de la libertad humana: no ilegalicen la tristeza. / Es solamente amparo, no hay peligro. / No le impongan impuestos / al cariño, al vacío, la asfixia, la amargura. / Las ruinas de la patria están seguras. / Tranquilos compañeros. Ya nos vamos.
Javier Moreno Pedrosa