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Es la lluvia de siempre

Andrés Trapiello, El volador de cometas (Antología poética), Renacimiento, Sevilla, 2006.

Miraba en el buzón y no llegaba la antología editada por Renacimiento, mientras se acercaba, amenazadora, la fecha de entrega de esta reseña. En el penúltimo momento, recibí el esperado sobre de la editorial sevillana, pero al rasgarlo me sorprendió El nocturno azahar y la melancolía de Pablo García Baena. “No me costará demasiado hablar de la poesía de Andrés Trapiello", me consolé, "después de todo, para qué hojear una antología conociendo bien todos sus poemarios".

Pero Abel Feu me acercó El volador de cometas en tiempo de descuento. Y menos mal. Buena parte de lo que tenía preparado escribir, ya lo decía (y mejor) Eloy Sánchez Rosillo en su presentación. Habría parecido un plagiario, y encima torpe, que es peor. Además, me habría perdido cuatro estupendos inéditos. El prólogo de Sánchez Rosillo es —si se me permite el juego— muy eloygioso, pero sin dejarse arrastrar hacia el panegírico por su amistad con el antologado. Incluso se permite alguna crítica, como cuando señala que Trapiello no encontró su voz poética hasta el cuarto libro, El mismo libro (1989), o cuando ironiza sobre la infinitud que van alcanzando los diarios que componen el Salón de los pasos perdidos.

También es probable que esa amistad, por pudor, haya rebajado un punto el tono de la presentación. Como no es mi caso, puedo afirmar que, para enjuiciar la poesía de Trapiello en su justa medida, hay que partir de dos hechos fundamentales: el primero, la trascendencia de su obra, que con la distancia y el tiempo seguirá aumentando. Trapiello ejerce una influencia profunda. Sus diarios, además de revitalizar el género, son la épica posible del hombre de nuestros días, con sus sombras y luces: por eso, el uso del pronombre “uno” es tan significativo, y por eso su insistencia en la normalidad, en la cotidianidad, en la rutina; sabe el autor que si los diarios se deslizaran hacia la crónica de la vida de un exitoso hombre de letras perderían su razón de ser. Igualmente importante ha sido la labor de Trapiello como crítico de arte. No sólo le ha pintado bigotes a Duchamp y ha usado su urinario para lo que es propio, sino que, tras destrozar la estética de la destrucción, ha vindicado a Ramón Gaya y a otros creadores verdaderos. En el campo de la literatura, ha hecho lo mismo, poniendo en su lugar a JRJ o a Antonio Machado, por no hablar de poetas sólo un poco menos grandes, como Unamuno, Panero, Pimentel, Fortún, Foxá, Francis Jammes o Sánchez Mazas, entre otros. Si Borges dijo que ordenar una biblioteca es un ejercicio de crítica literaria, ¿qué será crearla, que es lo que va haciendo Andrés Trapiello a través del catálogo de La Veleta y antes con Triestre? Tampoco se puede pasar por alto su narrativa. El conjunto configura una obra indispensable.

Y el segundo hecho fundamental: Andrés Trapiello es poeta. Su poesía es el centro del eje sobre el que gira la rueda de sus páginas. Esto lo destaca Eloy Sánchez Rosillo, que señala cuánto de poesía hay en sus diarios y otras prosas. La importancia de su lírica, por central y por sustentadora del resto de sus libros, es muy difícil de exagerar y muy importante de entender.

Asumido el papel de eje de una obra de cada vez más peso, es lógico que, para sostenerla, su poesía se afiance. Sánchez Rosillo subraya la evolución de Trapiello como poeta: cierto que a partir de El mismo libro encuentra su voz; y no se detiene ahí. Un mérito de la antología es que, en su espacio reducido, podemos percibir el tempo de esta poesía: oír, de un modo casi físico, su in crescendo.

Evolución no significa cambio de temas ni de tonos. Los versos, como ondas concéntricas, expansivas, van adquiriendo una mayor amplitud siempre alrededor de un mismo centro. Habla el prologuista de cómo el lector asiste al crecimiento de los hijos del poeta en sucesivos poemas. Pero eso pasa igual con los pájaros, las yedras, las casas, los barrios, los paisajes extremeños o leonenses: todo parece ir madurando, acendrándose a los ojos más sabios del poeta. Que las estrellas adquieran un protagonismo mayor a medida que el libro avanza no es casual. Entre los últimos poemas se encuentran: “Una noche estrellada”, “Le vaghe stelle”, “Estrella de la mañana”, “Lucero pródigo”... Más que un buscado eco dantesco (puro e disposto a salire a le stelle) es una consecuencia natural: la fuerza de gravedad de la poesía auténtica hacia lo alto. Dice en “Los dos tejados”:

[…] Desportilladas
como esa jarra que usamos a diario
las estrellas tililan. La intemperie
es un templo aún mejor, y doy las gracias.

Algo parecido ocurre con la filosofía de fondo. Por debajo o por encima o en los mismos temas que Trapiello escoge late una fe muy intensa en la literatura y en su capacidad de salvación y de mejora. Ésa es su fe. A pesar de un interés despierto por las cosas del espíritu (que realidad es siempre más / que eso que vemos) y de poemas como “Virgen del Camino”, el poeta podría decir, con Horacio, que él es un cerdo (de pata negra, por eso de las dehesas extremeñas) de la piara de Epicuro, de los que sin hacer ascos a las bellotas ni a las polvorientas encinas saben extasiarse con las flores de un cerezo, las rosas o las manos de la jardinera. A uno (que es cerdo de otra piara o, para ser más ortodoxos, oveja de otro rebaño) le parece ejemplar su posicionamiento. A un libro de poesía no se va —ni cuando el poeta es del mismo aprisco de uno— a recibir catequesis, sino a estremecerse con lo bueno y lo hermoso. Trapiello tiene el don del verso emocionado. Últimamente, como si la emoción fuese poco, ofrece además la alegría: ha ido abandonando la pena (Cuando pienso que yo de joven cultivaba / momentos melancólicos cual gusanos de seda) para abandonarse a la dicha, a la alegría bastándose a sí misma. Y es que, como empieza el poema “En billetes pequeños”:

Soy el dueño feliz de las celestes Osas
y disfruto del sol en pro indiviso
[…]

La apuesta estilística de Trapiello merece un párrafo aparte. Escoge lo que Eloy Sánchez Rosillo denomina “voz queda”, esto es, un tono apagado, sin la ironía de un Salvago, sin la fuerza tormentosa de un Juaristi, sin la maestría técnica de un d’Ors o sin la seductora frivolidad de un De Cuenca, por no salirnos de sus compañeros de edad y estética. La elección conlleva, como todas, su peligro aparejado: en este caso, un prosaísmo un tanto literario y cierta languidez en el discurso. Pero que no nos engañe su plumaje gris: su voz, con tonalidades lunares a lo Leopardi y pinceladas sueltas como las de Pedro Serna, no suena casi nunca impostada, y menos en esta cuidada antología.

Expuestas así las cosas, el inocente lector podría sospechar que estamos hablando de un poeta chapado a la antigua. Otros menos inocentes (o más tontos) han insistido en esa idea, haciendo un vilipendio del virgiliano adjetivo “agropecuario”. En el mejor de los casos, demuestran que han olvidado que Andrés Trapiello ha escrito numerosos poemas madrileños y que, por mucho que se hable de Baudelaire y la poesía contemporánea, el debate entre poetas urbanos y rurales ha existido desde siempre, como retrató Calpurnio Sículo en aquel poema donde un urbanita le reprocha a un amigo su afición por las encinas centenarias y las cabras. Tan antiguos y modernos, pues, los unos como los otros.

En Andrés Trapiello la modernidad resulta aún menos discutible, si cabe: él ha podido disfrutar del excitante fragor de la vanguardia, pues surgió en una coyuntura en la que su posicionamiento literario y vital a favor de los clásicos, del tono menor y del entorno bucólico pudo parecer un revolucionario -ismo. Frente a los novísimos, se levantó aquella reacción de sentido común y buen gusto que se ha llamado la segunda generación del 70, en la que tuvo un papel principal nuestro poeta, con títulos tan combativos como el poemario Las tradiciones (1982) o el ensayo Clásicos de traje gris (1990). La historia es de sobra conocida.

Ahora, con el tiempo y la maduración de sus obras, se ha visto —para desconcierto de algunos que piensan que la literatura es la pasarela Cibeles— que aquello no era sino la poesía de siempre, el mismo libro. Lo ha explicado Trapiello a menudo, pero tan claro como el agua de lluvia en el poema “Ripios para un amigo y tres viejos maestros”:

[…]
Son ya las nueve, y llueve.
Que nadie te sorprenda preocupado
por saber si esta lluvia es muy distinta
de la que vio Unamuno una vez en Bilbao,
negra como la tinta,
o aquella que hace un siglo a Pimentel en Lugo
tanto al hombre le plugo,
o a la suya, que vio en París Verlaine,
del color de los charcos
o de los tristes barcos
o cual adiós que nos arranca un tren.
Tampoco te preocupe saber si este poema
antes que aquí se ha escrito.
No es esa la cuestión ni es el problema.
No quieras ser maldito.
Busca, por el contrario,
las fuentes de la lluvia y su calvario,
las fuentes de Unamuno, Verlaine y Pimentel.
Busca en ellos la hiel. Busca su miel.
Que la lluvia de entonces
llora ahora en sus tumbas.
Es dulce y es amarga
y eternamente interminable y larga.
Es la lluvia de siempre. La actual.
Que en lo tocante a lluvias
es un absurdo ser original.

  
Los poetas más jóvenes pueden envidiar a Trapiello y compañeros de generación aquella encrucijada en la que les fue posible ser al mismo tiempo originales y originarios. Sería una envidia estéril: hoy a la creación poética le toca elegir entre la autopista de la novedad o el viejo sendero que se adentra más hondo en la espesura. De seguir así las cosas en el panorama actual, tal vez en unos años sea posible sorprender de nuevo al público con un soneto o con un puñado de versos que se entiendan y emocionen. Ya veremos.

Pero el lector, qué felicidad, no tiene que preocuparse por nada de esto. A la sombra de un algarrobo o en la penumbra de un atardecer urbano, puede disfrutar sin vanas inquietudes metapoéticas de la serena belleza y de la alegría auténtica que destilan los poemas sentidos de Andrés Trapiello: Y tú, mi viejo corazón, ¿no aprendes?.

Enrique García-Máiquez










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