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Lejos de los est�pidos jardines

Julio Mart�nez Mesanza, Entre el muro y el foso, Pre-Textos, Valencia, 2007.

Julio Martínez Mesanza (Madrid, 1955) publica nuevos endecasílabos, nuevos razonamientos sobre la renuncia y geografías espirituales a escala 1:1.

Su poesía es espacio porque el tiempo tiene también una presencia espacial, son los espacios de la moral, de la memoria y de la tradición, esas grandes palabras que sólo circulan cómodamente por el río de la verdad. Esta verdad:

Estoy en la tristeza, que es un tiempo
y un espacio y un alma devorada
por otra alma fantasma que no ha sido.

El libro se compone de cuatro partes que son un prodigio de tempo y respiración, de medida, y conforman un camino dantesco en el que las imágenes y las notas nos van contando una parábola del dolor, como una ópera de cámara o un misterio medieval.

La primera parte del poemario –“Ultima y oscura”- es de una desolación insoportable, de una ascética profundamente dolorosa. Son versos imagistas que reelaboran machaconamente –al estilo de salmos o cánones- unas cuantas palabras duras y trazan un mapa fragmentario y pedregoso de la nada:

Sólo sabes vivir en el desierto,
y aun el desierto te parece, alma,
sometido a la vida innecesaria.

Si ya es difícil salir indemne de estos versos, la segunda parte -“Sin que me vieras”- es un lamento líricamente devastador. La tensión obsesiva del comienzo se relaja un poco y hace por explicarse. Son versos de gran claridad –¿será esto también la línea clara, lo que Tintín en el Tibet fue para Hergé?- porque buscan aclararse a sí mismos, son versos que conversan buscando la lucidez, consiguen el milagro de iluminar una habitación a oscuras con la luz interior de la duda y la convicción.

No sé si vivo o muerto, a la intemperie,
bajo la luna negra, contra el viento,
mil doscientos diciembres a tu puerta,
sin poderte llamar, sin que me vieras.

Como siempre que el amor ilumina una honda pena florece la rosa mística de Juan Ramón y Yeats, la rosa de Dante, la que brota del yo para llegar a la negación del yo, a la poesía anónima y popular, la que florece lejos de los estúpidos jardines (“Cuestiones naturales III”)

La única rosa viva es esta rosa
que agoniza en mis manos. La ignorante,
la ausente como yo, la que no sufre.

Algunos de los poemas de la tercera parte –“El azul cansado”- ya los conocía porque pertenecen a la etapa en que el autor y yo coincidimos en Milán –cuando el Deportivo le ganaba al Milan y yo era dueño de Corso Buenos Aires.

A veces siento lo que pensaría
si un día me perdiera donde mueren
los sonoros tranvías de San Siro.
Si un día, bajo el blanco sol perdido,
de improviso dejaran de importarme
las cartesianas cruces que me guían:
(...)

Esos tranvías de San Siro son también los míos, y las moleskine en las que iba anotando endecasílabos en apretadas filas de tinta azul son también mis afueras. En esos tranvías me pierdo aún, en ellos vivo y circulo en sueños. Los poemas de “El azul cansado” son magníficos y anacrónicos, hablan de un mundo feliz e imposible, y están sostenidos por una gran firmeza en la voz que asimila voces y ecos reconocibles; son poemas italianos, nazarenos se diría, y con esto quiero decir que parecen escritos por alguno de esos románticos alemanes que intentaban sacudirse en Italia su sturm und drang. La angustia es ahora extrañeza y pérdida, exilio y niebla. Lo que era páramo se ha transformado en “Llanura”:

Va cegada de niebla mi alegría; (...)
Hacia sí vuelve para darse cuenta
de que no es alegría porque es niebla.
Entonces nuevamente me sumerjo
en el lugar y tiempo tan frecuentes
que son mi vida y llamaré extrañeza.

En la cuarta y última parte del poemario -“Inhóspita y abstracta”- aparecen por fin algunos de esos himnos de afirmación en los que Martínez Mesanza es maestro. Es el caso de “Los desfiladeros”, o de este poema, que se publicó como inédito en Poesía Digital: 

Mi alma quiere tener las claras rectas
de los desconcertantes arsenales
y en su interior la música compleja
y los sonidos limpios del dieciocho:
la ansiosa melodía inacabable
que vuelve y cambia siempre y cambia y vuelve.

Sin embargo, a pesar de esta invocación al orden, a las “claras rectas”, Entre el muro y el foso termina en confusión, en clave conceptista, intentando conciliar contrarios para rematar una obra que posiblemente pedía otro final, no sé cuál, otro, simplemente otro. Aunque ¿quién soy yo para decirlo, si posiblemente no he entendido nada?

Entre el muro y el foso es una obra maestra de la poesía española, en la vieja tradición simbolista, la que modernamente nutre desde Francia lo mejor de las tradiciones española y anglosajona -ya he citado a Juan Ramón replica handbags y a Yeats, y podría añadir a Unamuno, los Machado, Teixeira, el primer Eliot o la refutación borgiana de Salomón de la Selva. Esta reseña apenas puede rozar la profunda significación de todos y cada uno de sus versos. La poesía de Martínez Mesanza sigue evolucionando, desde el yo hacia el no yo, y quien quiera vislumbrar los entresijos de los que nace la rosa milagrosa de sus sílabas puede asomarse a su blog dietario (cuestionesnaturales.blogspot.com).


Emilio Quintana










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