Jesús Beades (Sevilla, 1978) ha publicado tres libros —y una plaquette, Mano de música, poemas de primera juventud—. Los tres poemarios han interesado vivamente a lectores y a críticos. El primero, Tierra firme, obtuvo el premio Gerardo Diego (1999); Centinelas abrió la colección “Vandalia Nova” de la Fundación José Manuel Lara, y con La ciudad dormida fue accésit del premio Adonáis de 2004. Beades forma parte de la redacción de la revista “Númenor” y es ya habitual que crítica y lectores se refieran a él como integrante de un grupo poético de jóvenes sevillanos al que le ha caído el sobrenombre de Númenor, como la revista. Tal grupo no pasa desapercibido; incluso hay quien ya le ha asociado rasgos generacionales (“generación optimista” —Carmelo Guillén—) o quien lo menciona, nada menos, junto al grupo Mediodía —Fernando Ortiz—.
Valga lo dicho para situar breve rolex replica italia y superficialmente al poeta. Desde luego que el lector tendría más cabal conocimiento del mundo interior que sus versos expresan si se acercara a los de los demás escritores de ese llamado grupo Númenor. Por si acaso, anoto al final nombres y libros; y no está de más, pues el lector encontrará en ellos buenos versos y el que desee indagar no dejará de hacer oportunas averiguaciones.
Me parece que Beades ha ido haciendo sus poemas desde el principio con seriedad de artista. Para un artista no hay nada circunstancial o de tono menor: su mirada interior y la que dirige a la realidad de fuera es vital. Quiero decir: procura integrar el desenvolverse de la vida propia —sucesos, conocimientos, emociones...— al modo más alto de la verdad y de la belleza. Y de la justicia. La poesía y la vida personal van de la mano —a esta serie-dad me refiero—. Y como Beades posee unas evidentes cualidades —ingenio, facilidad para la versificación y buen oído— y una cultura humanística no pequeña, resulta que sus versos llevan de todo. Todo lo que hace, piensa o lee, la gente, todo lo que ve, acaba en sus poemas. Depurado, naturalmente, que es un poeta que, porque puede, se exige; y como iluminado por una luz de coherencia que lo hace auténtico y, en ocasiones, insolente.
Así, las “pequeñas cosas” de la vida corriente —sus versos se deleitan enumerándolas— no se agotan en ellas mismas y en las muy momentáneas emociones que procuran, sino que se “dicen” y se “viven” desde la perspectiva radical de quien busca ser feliz al poseerlas como parte del mundo: “...has recobrado todo. / Abre los ojos, mira: te pertenece el mundo”. (Tierra firme). Y, al otro lado, las “grandes ideas” —Dios, textos sagrados, altos ideales: los cuatro amores— se han encarnado con la naturalidad que salta, por ejemplo, en el poema “Palabras a la novia”, de Centinelas.
Beades ha hecho y hace poesía religiosa: es un escritor católico —y a estas alturas no vamos a confundir esa poesía con la devocional o catequética. Aunque tampoco creo que los poemas de La ciudad dormida sean sin más equiparables a los de religiosidad problemática, que se mueven frecuentemente en el terreno de las emociones intelectualizadas. Aunque sea sólo en ligero apunte, se podría afirmar que, a este respecto, la poesía de Jesús Beades se nutre de lo formalmente cristiano —fe, ascética, liturgia—, de sus grandes pensadores y del cristianismo que destila la creación literaria de algunos autores que han marcado hitos en el arte del siglo XX, como Chesterton, Tolkien o Lewis. Beades no ha rechazado lo explícitamente religioso a la vez que ha sabido insertarlo con autenticidad existencial y poética en sus versos. Las verdades de fe le han posibilitado experiencias susceptibles de ser expresadas en palabra poética.
La ciudad dormida es un libro en el que se puede observar lo dicho. Se estructura en tres partes: “Poema de la carne”, “Letanías” y “La ciudad dormida”. En mi opinión, el texto que vertebra el libro es “Albayalde”, situado en la segunda sección. Es un poema que recoge una buena parte de los motivos de los libros anteriores: la dicha de la honda amistad que puede compartir y celebrar la vida, más allá de las “sombras”, y que ha de recordarse como un conjuro en tiempos de oscuridad. Porque La ciudad dormida es un libro en el que domina la inquieta, incluso atormentada tensión de búsqueda de la plenitud. “Albayalde” es
emblema para tiempos más oscuros
y esos tiempos aparecen en el “Poema de la carne “y en la “Ciudad dormida”. Beades ha recurrido con frecuencia a esta expresión tan épica, “tiempos oscuros”. En el libro no lo son por el acoso de enemigos frente a los que se alza un centinela, sino por los asaltos, ante los que muchas veces se claudica, de amenazas que provienen del interior del propio poeta.
El “Poema de la carne”, consta de dieciocho fragmentos en endecasílabos blancos. El antiquísimo concepto teológico de la carne como “capaz de Dios”, elaborado desde la indagación en la fe en la resurrección de la carne, y que aparta definitivamente al cristianismo de la antropología dualista, puede iluminar su lectura. La carne es capaz de Dios, pero sólo después de ser transformada. El tiempo es la posibilidad de esta transformación. Unos versos del Salmo 62 dicen:
Oh Dios (...)
mi alma tiene sed de ti;
te desea mi carne
en tierra desierta y seca, sin agua.
El autor presenta la fuerza arrasadora de un impulso sexual que satisfaciéndose, habría de satisfacer las más profundas aspiraciones:
Mi carne en pos del paraíso nuevo,
mi carne al fin hacia el abrazo último,
un mundo que se aprieta y que se come,
la belleza exprimida (...).
Pero es un deseo que no se sacia, “el enigma triste”, que queda expresado con imágenes muy visionarias de sangre, de sed, de asfixia, de confusión. Una fuerza agotadora que frustra, en la que apenas es posible ni reconocer el propio rostro. Busca el paraíso pero sólo encuentra nada, un alucinante “sol de químico vacío”. El corazón sólo come en la sombra sus propios despojos.
Las visiones finales, no obstante, apuntan hacia una salvación. Las imágenes, pero sobre todo la experiencia, son las contrarias. La sangre ha pintado ese rostro que antes no encontró, el propio. Y es un cuerpo distinto, transfigurado.
No sé si es un error leer los ocho fragmentos de la “La ciudad dormida” como el reverso del “Poema de la carne”. Pasividad, encierro, frente a acción desmesurada. El vagabundo que llega a la ciudad parece que sólo ansía el olvido, la soledad, el desligarse de una aventura de la que ya sólo quedan restos en un sueño de lomas verdes, caballos, el mar. El tercer fragmento es particularmente significativo, pues vuelven a aparecer los centinelas que cabalgan y se arriesgan, pero el vagabundo, entre sueños, apenas quiere mirarlos ni oírlos. Pero, aquí también, felizmente, ocurre algo que le impulsará de nuevo a salir, que le devuelve la libertad: reconoce una música como
la suma de las cosas que yo busco
sin saber lo que busco.
Centinelas terminaba con imágenes de una partida, de una marcha épica. La ciudad dormida también se cierra con el inicio de un nuevo viaje, aunque ahora el poeta lo emprende sólo, deshechas las brumas.
Seis poemas con título forman la sección intermedia, “Letanías”, de un carácter distinto al resto del libro, en cuanto que no se expresan al modo de la visión o de la parábola. Ya nos referimos a “Albayalde”. El que da título a la sección, el más extenso del libro, toma la forma de una emocionante y sincera confesión dirigida a la Virgen. Así concluye:
Cierra mis ojos Tú, ahora y en la hora
del despertar desnudo más allá de esta fiebre.
Nota: Estos son los autores y obras prometidos al principio del artículo:
Pablo Moreno Prieto: De alguna manera y Clara contraseña.
Francisco Gallardo Gil: Años de piedra.
Alejandro Martín: Vasos de barro.
Joaquín Moreno Pedrosa: Desde otro tiempo.
Rocío Arana: Magia y Pampaluna.
Fidel Villegas