Su nombre era el de todas las mujeres adelanta ya en su título un hilo conductor erótico para una antología sabiamente realizada por Lara Cantizani, magníficamente editada por Renacimiento y que caracteriza el amor como pasión poderosa, divinidad esporádica que nos somete a sus caprichos, rostro dadivoso de una fatalidad terrible, pero en cuyos avatares Cuenca elude todo tremendismo gracias a la ironía y el humor. Lo distintivo de esta poesía amorosa es que el amante, aquí, no se toma tan dramáticamente en serio a sí mismo (ni, quizá, al ser amado).
Su nombre... bien vale como resumen de toda una evolución poética, desde sus inicios novísimos hasta el experiencialismo urbano del autor. Los primeros poemas dan fe de un decantado esteticismo que alterna la torrencialidad whitmaniana del versículo con la concisión orientalista del haiku, la interposición distante del personaje en el monólogo dramático con el culturalismo plural y fragmentario, todo dentro de una sensatez que anuncia la línea clara, inteligible, clásica, que será después característica del poeta, pero con un cierto preciosismo en el vocabulario. Como botón de muestra, estos versos de “Angélica en la isla del llanto”:
Y parecía simple la distancia entre el pecho de ámbar y las costas itálicas, cuando tu rostro soportaba el velo del espanto, tras hialinos contornos de princesa escindida.
Sorprender, significa acaso, en el pomo risueño de la espada, el activo veneno que trascendía bocas, labios en fin ardiendo, no cárceles doradas.
Pequeña mía, ¿qué dragón o jaspe, qué maleficio ignoto hay en tu cuerpo? Un estéril aluvión de sedas heladas reposa en el continente de tus senos. Marfil y seda turbia, vendaval ilusorio del estío, antílopes de bruma dibujándote.
Este culturalismo de Cuenca se resuelve en los años setenta en un escapismo menos geográfico y más libresco -la Alicia de Carroll, el Drácula de Stoker, los Mabinogion, Shakespeare, las sagas islandesas, Jekyll y Hyde- que desde su haute culture no desdeña la del rock, el cine, el cómic o el jazz. Un sincretismo que a la postre dará como fruto la marca de fábrica de la poesía luisalbertiana: lo que sucede aquí a partir de los primeros ochenta es una reinvención de sí mismo a cargo del poeta, porque ese culturalismo inicial abandona su sentido escapista y adquiere un tinte experiencial. Indisociables en la persona del poeta y en su visión del mundo, cultura y vida se abrazan hasta el punto de que la primera no consiste en una huida de la segunda, sino en el modo de tornarla inteligible. Con su replanteamiento, Luis Alberto de Cuenca consigue eludir los extremos: el peligro de incurrir en la pedrería de los universos novísimos y el de caer en la banalidad, de algunos ochentistas. Así, creo que una de las razones por las que la obra de Cuenca es interesante es no sólo el haber aunado las dos tendencias -senior y coqueluche- de la poética novísima, sino haberlas incorporado al universo personal y libresco del poeta y haber regurgitado la mezcla en una propuesta estética que es casi un paradigma de la posmodernidad. Mixtura, levedad, ironía, prosaísmo y humor vienen a componer la expresión perfecta de un Zeitgeist fácilmente reconocible para el urbanita hodierno. Valga como ejemplo “Political Correctness”:
Sé buena, dime cosas incorrectas
desde el punto de vista político. Un ejemplo:
que eres rubia. Otro ejemplo: que Occidente
no te parece un monstruo de barbarie
dedicado a la sórdida tarea
de cargarse el planeta. Otro que el multi-
culturalismo es un nuevo fascismo,
sólo que más hortera, o que disfrutas
pegando a un pedagogo o a un psicólogo,
o que el Mediterráneo te horroriza.
Dime cosas que lleven a la hoguera
directamente, dime atrocidades
que cuestionen verdades absolutas
como: “No creo en la igualdad”. O dime
cosas terribles como que me quieres
a pesar de que no soy de tu sexo,
que me quieres del todo, con locura,
para siempre, como querían antes
las hembras de la Tierra.
Gabriel Insausti