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Con la que est� cayendo

Seamus Heaney, Distrito y circular, Visor, Madrid, 2007.

Es una buena noticia que Dámaso López García, en otro de sus interesantes trabajos, nos acerque en edición bilingüe el último libro de versos de uno de los poetas mayores de la actualidad. Es también una alegría que lo haga con su solvencia habitual y con el acompañamiento de unas notas al texto que se agradecen por su poder aclaratorio. La primera, sobre el título: Distrito y circular recibe su nombre de dos líneas del metro londinense que Heaney tomaba en sus tiempos de estudiante y a cuyo recuerdo volvió su imaginación cuando le llegó la noticia del atentado de julio de 2005. Con semejante envoltorio, uno esperaría que el poeta, laureado con el Nobel hace ya más de una década, sumergiese su voz en la corriente de la Historia y se hiciese cargo de los acontecimientos públicos que han inaugurado el presente milenio.

Esto sucede y no sucede en Distrito y circular: durante su ya larga carrera,Replica Watches Heaney ha demostrado su capacidad para “dar a la verdad de la vida una realidad concreta”, como decía en su discurso ante la Academia Sueca, y revestir la inteligencia de ingenuidad, haciendo que su lenguaje se resista a la paráfrasis directa del concepto. De este modo, se ha obligado a seguir mirando el mundo sin renunciar al moralista que oculta en su interior y, con su discurso más o menos elíptico o “cobarde” por eludir los partidismos –como se le reprochó en ocasiones- ha intentado dar testimonio de las cosas sin dejar que la ideología empañase la mirada. Si se acepta la interpretación de su propia figura y trayectoria que ofrecía aquel discurso de Estocolmo, el poeta habría salido de una infancia edénica, “ahistórica y presexual”, en su condado de Derry, y habría hecho frente a la existencia del mal en un mundo impuro, sin el espejismo de que en la poesía hubiera “una virtud heroica o un efecto redentor” pero con la obligación ética de adoptar una mirada justa y compasiva. Con esto, Heaney recogería la enseñanza de tres maestros: Auden , que escribió que “la poesía no hace que ocurra nada” para poner en fuga las expectativas desmesuradas de la estética del engagement; Yeats, que supo situarse en un centro moral y escribir tanto para católicos como para protestantes en unos años terriblemente convulsos; y Owen, para quien “la poesía está en la compasión”.

Pues bien, quien espere que Distrito y circular le lleve a mirar a la cara el horror hodierno, con sus destrucciones y sus torpezas, se sentirá decpcionado en gran medida: el poemario de Heaney arranca con dos poemas, “La picadora de nabos” y “Estremecimiento”, que reiteran un recurso habitual enel poeta, la recuperación de un recuerdo de la infancia para figurar un acontecimiento moderno y público; la imagen de la trituración y del golpe en la estaca nos hacen pensar en la violencia y la devastación de 11 de septiembre, así como en la conmoción de cuantos contemplamos la barbarie por televisión. Algo parecido sucede con el poema que da título al libro, en el que Heaney recuerda sus trayectos estudiantiles en el metro de Londres, al que ahora ha alcanzado la barbarie. Pero fuera de estas tres excepciones, parece como si el poeta hubiese desviado la mirada hacia dos cerros de Úbeda.

El primer cerro es el de la memoria personal, poblada de una onomástica inescrutable para el lector común –Mick Joyce, Bobby Breen, O’Grady, Barney Devlin, Duffy, Robert Donnelly y un sinfín de personajes- así como de geografías personales y de episodios de la infancia, como los encuentros con los soldados norteamericanos durante la Segunda Guerra Mundial, la amistad con el herrero del pueblo, las compras en la carnicería del barrio, las primeras visitas a una barbería o la llegada de los soldados durante el recrudecimiento del conflicto norirlandés a principios de los setenta: un mundo descrito en pretérito imperfecto y en el que lo excesivamente privado de las anécdotas en muchas ocasiones deja al lector perdido, sin nada a lo que agarrarse o con la sensación de que bajo esa capa irrelevante en apariencia hay algo que no alcanza a entrever.

El segundo cerro es el de las referencias literarias y la intertextualidad explícita. Si en su dicurso ante la Academia Heaney había reconocido el magisterio de Keats, Hopkins, Frost, Owen, Elizabeth Bishop, Robert Lowell, Wallace Stevenes, Eliot y Rilke, en Distrito y circular desarrolla una suerte de canon personal, mediante dos estrategias: por un lado, la imitatio y la traducción (de Horacio, de Rilke, de Kavafis, de Eoghan Rua Ó Súilleabhain’s, de Rilke otra vez…); por el otro, el homenaje (a William Wordsworth, a su hermana Dorothy, a George Sefferis, a Eliot, a Ted Hughes, a Milosz…), en una lista que convierte el poemario casi en un saco de referencias librescas. En suma, parece como si el poeta laureado se hubiese retirado del escenario en el que más se le reclamaba y hubiese buscado refugio en sus recuerdos y en unos pocos doctos libros juntos, en un cierto ejercicio de escapismo. O quizá no: quizá precisamente en la elusión esté el mensaje.

Hay tres de estos homenajes o referencias intertextuales que me parecen especialmente reveladores, en la medida en que dicen más del homenajeante que del homenajeado. El primero es “El aeródromo”, que recupera una poesía de frutos estéticamente cuestionables y cuestionados como fue la de los treinta, pero que a un poeta nacido en medio del conflicto y destinado a hacerle sitio en sus versos no podía dejar de ser útil; con su alusión más o menos velada a los poemas sobre ruinas industriales de Auden o a piezas de Spender como “The Landscape near an Aerodrome”, Heaney recupera un modo de emplazar esa “verdad de la vida”, un empleo moral y alegórico del paisaje urbano que fue una de las características de aquella poesía. “Si el yo es un lugar, también lo es el amor”.

El segundo viene a hacer justicia con uno de los nombres con los que Heaney ha debido de sentir una antigua afinidad, y un servidor no puede sino alegrarse de que al fin se reconozca la deuda. Me refiero a Edward Thomas, presente aquí y en toda la poesía de Heaney de muy diversas maneras: en la capacidad de evocación de la toponimia, que era una marca de la casa del poeta de origen galés, y en la construcción de geografías morales en torno de esos nombres que, como ha recordado Heaney más de una vez, empezaron a resonar en su mente cuando de niño oía en la radio los partes de guerra. Aquí, además de la obvia referencia al Thomas de Roads en “Edward Thomas en la carretera de Lagans”, que vuelve nuevamente sobre un recuerdo de infancia (se trata del camino que llevaba al pequeño Heaney al colegio), hay otro guiño menos perceptible: la visión del andén vacío y el instante de pausa, de suspensión de la temporalidad, cuando el tren se detiene en Distrito y circular, en un recuerdo del poema más conocido de Thomas, “Adlestrop”.

El tercer homenaje es un autohomenaje: con “El hombre de Tollund en primavera” Heaney regresa a uno de los motivos de sus primeros libros, presente en The Tollund Man (1969) y en Tollund (1994). En aquella ocasión el poeta se interesaba por estos restos humanos, al parecer de una víctima de un rito de consagración en Jutlandia, hace dos mil años, para ironizar sobre el mito del progreso y su idea de la Historia falsamente lineal, pues la violencia ritual sigue a la orden del día: Heaney soñaba con viajar a aquellas comarcas de Jutlandia, “asesinas de hombres”, donde inevitablemente se sentiría “perdido, infeliz y en casa”, en uno de sus versos más atinados, pues resume en cuatro palabras el maduro tono moral que preside su poesía. En esta ocasión, en cambio, el poeta imagina al hombre de Tollund como una suertede Adán que ha permanecido aletargado entre el barro, confundiéndose con él, y que ahora, milagrosamente reanimado, se hubiera decidido a abandonar su lecho y asomarse al mundo moderno. “El alma excede sus circunstancias”, dice. Y lo más interesantees que lo dice el propio hombre de Tollund, en primera persona, en un largo monólogo.

Sin duda el último libro de Heaney contiene varios poemas sobresalientes, y puede decirse que raya a una altura superior a la del penúltimo, Luz eléctrica, que hizo pensar a algunos que su voz daba síntomas de agotamiento: el poeta norirlandés sigue siendo capaz de tratar con musicalidad cualquier objeto, aunque la música habitualmente más breve y cortante de poemarios anteriores, como North, se ha extendido aquí hacia el pentámetro iámbico en muchos casos, e incluso hasta el versículo o el poema en prosa.. Una de las piezas más logradas, en mi opinión, es "El soto de abedules", que vuelve sobre un imaginario casi georgiano para ironizar sobre el ilusorio acotamiento idílico de espacios que hizo pensar a un par de generaciones brotánicas que la vida era un té servido en el jardín o, como escribiría Auden, un picnic sobre el césped; después de describir la escena del hortus conclusus, con la barrera de los abedules en un rincón con tapias como los baños o el horno de pan / de una abadía sin tejado o de una villa romana, el personaje central declara: Si el arte nos enseña algo –dice, engañando la vida / con una cita-, es que la condición humana es privada.

Creo que Distrito y circular es una oportunidad perdida, en cierto modo. La gran metáfora de aquel discurso de Estocolmo era la del cubo de agua que había en la casa natal del poeta en Derry y en cuya superficie se creaban unas ondas concéntricas con el temblor que se producía al paso del tren: del mismo modo, la mente del poeta debía dejarse afectar por los acontecimientos del mundo, pero siempre desde el centro de su conciencia, so pena de caer en el discurso del panfleto o de la crónica periodística. Una estrategia para integrar lo público y lo privado en una sola visión. Distrito y circular parece haber olvidado la ironía con la que concluye “El soto de abedules” y la metáfora de Estocolmo, y haber basculado hacia universos alejados de la escena pública: las ondas se repliegan en dirección centrípeta. Y no es que a uno esto le parezca ilegítimo o inmoral: simplemente, uno esperaba que un poeta con los poderes que había demostrado en el pasado pudiera hacerse cargo de la radical novedad del nuevo siglo, ampliando el radio de esos círculos concéntricos y rebajando la altura de ese soto. Con la que está cayendo.

Gabriel Insausti










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