Nacido en Sevilla en 1980, Diego Vaya ha publicado hasta el momento tres libros de poesía: Las sombras del agua (2005), Un canto a ras de tierra (I Premio de Poesía Joven La Garúa, 2006), y El libro del viento (Accésit del Premio Adonais, 2007), obras que nos llevan a hablar de una trayectoria desigual e impiden predecir lo que nos deparará este joven poeta. El tiempo y su quehacer poético tienen la última palabra.
Si es cierto, como cree Brodsky -y tiene pleno sentido en una lengua tan condicionada por las propias medidas como es el ruso-, que el metro del verso es el equivalente a cierto estado psicológico, y a veces a varios, Diego Vaya presenta en Un canto a ras de tierra un verso agitado, que atropella al siguiente, con un lenguaje también agresivo, anunciado en el mismo título, acorde con un estado psicológico del que se nos da aviso al comienzo mismo del poemario: Algo me ahoga me hurga la garganta (…). Es la dicción lo que distingue esta obra de la siguiente. En El libro del viento el verso es más sosegado, es el momento de la reflexión, de la aceptación y, por consiguiente, de la vuelta a los viejos moldes ortográficos, dinamitados en el anterior poemario. Aun siendo menos literario que Un canto a ras de tierra, donde las voces de los poetas emulados se hacían demasiado evidentes, El libro del viento da la impresión de obra menos sincera, de poesía ajustada a la sordina de los moldes clásicos. Temáticamente, sin embargo, Vaya se mantiene coherente en las tres obras; quizá un tanto repetitivo al no mostrar mucha variedad en el tratamiento de los diferentes temas y ser reiterativo en las imágenes utilizadas. Del mismo modo que tampoco creo que le beneficie en nada a su poesía el uso de tanto tópico. Esperemos que en el futuro lo tenga en cuenta.
Los críticos que se han ocupado hasta el momento de la obra de Vaya señalan de un modo u otro, como elemento configurador de su quehacer poético, la presencia de César Vallejo. No voy a negar que el poeta peruano se pueda reconocer a través de muchas expresiones. Ahora bien, quizá la asignación de esta paternidad de un modo tan exclusivo esté haciendo un flaco servicio a Diego Vaya. Cuando la crítica señala los autores y obras precursoras del texto que la ocupa, lo hace con el fin de mejor alumbrar sobre el autor que comenta. Hoy en día, y tal como están las cosas, dicho faro sin embargo está sirviendo más para alumbrar unas carencias, tanto del crítico como del poeta, ya que lo que se está evidenciando es una superficial asimilación de las obras y autores a los que se hace referencia. El mismo proceso de la modernidad poética es el que ha propiciado este estado de cosas a través del ensimismamiento de su propia conciencia literaria. Es lo que vemos en Vaya como en tantos otros poetas del panorama literario español. Puestos a rastrear, si tiene algún sentido esta tarea, las fuentes literarias que nutren sus obras, descubrimos una multiplicidad de obras y autores con escasa incidencia en el poeta debido a su frugal aprovechamiento. Parece que, y son palabras de Manuel Álvarez Ortega, “no quieren salir –quizás tampoco puedan dada su preparación que adivino muy corta- de los ecos de los Claudios, los Brines o, lo que es peor, los Biedma (…)”. Jaime Siles habla de “la ramplona y gallinácea poesía española actual, atenta sólo a la obviedad de la roma apariencia y desligada por completo de la gran tradición poética occidental”.
El libro del viento está dividido en seis apartados. El primero de ellos contiene ya, no en vano lo titula Índice, las líneas temáticas que desarrollará a lo largo del poemario. El tema predominante en toda la obra y que ya había sido tratado en los libros anteriores es el del desamparo ante la vida, el de la constatación del paso del tiempo y de la inanidad y precariedad de todo cuanto nos rodea. Como tantos otros, encuentra en el amor el modo de salvarse ante el tsunami sentimental provocado por semejante descubrimiento. De algún modo, esta obra relata todo aquello que el viento-tiempo se lleva, ajeno a nosotros y a nuestras necesidades. Pero también es el libro de la eternidad y del instante, en el que se vislumbra la verdadera realidad no fragmentada, que Vaya llama luz en la dialéctica que establece de forma recurrente con su opuesto de sombra. Asociados a estos términos están los también frecuentes sed-agua, cielo-tierra, etc. Sin embargo, hay que decir que el campo léxico es limitado, utiliza una y otra vez las mismas imágenes. A pesar de que podría haber encontrado en el arte, y en su caso en el lenguaje, el modo de abrirse paso a la realidad verdadera, no fragmentada, Diego Vaya desconfía del lenguaje. Tiene certeza de esa realidad superior y abarcadora pero no del modo de aprehenderla: Pocas cosas tan ciertas / como la sensación de eternidad por dentro. Es habitual en este autor que la idea se anticipe al lenguaje. Así vemos cómo la naturaleza, otro de los rasgos que externamente le caracterizan, sin embargo está utilizada como retórica recurrente. A propósito de la naturaleza, el libro contiene ecos del beatus ille horaciano y de la alabanza de aldea de nuestra época áurea. En ningún caso el lenguaje para Vaya es principio de nada sino que meta. A un nivel más pedestre desconfía de la capacidad del lenguaje para comunicar sentimientos, para transmitir la propia experiencia. El recurso habitual de enumerar la misma realidad con múltiples imágenes encadenadas una detrás de otra, da fe de ello.
La crítica ha hablado de neoestoicismo para referirse a esta obra. Más bien habría que hablar de estoicismo literario, de carpe diem cristianizado. Un fuerte neoclasicismo es lo que predomina en este libro, y que malogra muchos de sus poemas por su evidente didactismo. Me quedo más con lo que intuye Vaya que con lo que explicita: hay algo que nos une / y está por encima del instante / donde vamos cogidos de la mano.
José Manuel Pons