"La poesía me parece una cosa inagotable y modesta”, escribió en 1961 José María Valverde. Con esta cita abre la recopilación de sus poemarios Carlos Pujol (Barcelona, 1936). Es típico de Pujol empezar así, medio excusándose, y dándonos la reseña prácticamente hecha. No hacía falta sin embargo: las reseñas a su poesía tienen escrito el guión desde hace tiempo.
Todos dicen —decimos— que es un estimable poeta que no goza del reconocimiento que merece. Ya lo he dicho. Y ahora intentaré explicar el por qué de esta rara unanimidad de juicio entre críticos de toda laya y condición.
Empecemos por lo malo. ¿Qué impide el merecido reconocimiento al poeta Pujol? En parte, que empezó a publicar poesía muy tarde, pasada la cincuentena; para entonces las nóminas generacionales estaban cerradas a cal y canto. Otro factor es que Pujol ya era conocido como novelista, ensayista y traductor extraordinario, y a la gente le cuesta cambiar sus esquemas. Pero hay otros motivos que entran más adentro en su poesía. Veámoslos.
Carlos Pujol es un hombre inagotable y modesto que sólo hace ostentación de su modestia, no de su inagotabilidad. Y tanto ostenta, que ha conseguido convencer a casi todos de que es un poeta menor y diletante.
En mi juego de espejos ya no sé
a qué remite cada imagen, ni
adónde me conducen
las oscuras verdades de la estética. (pág. 110).
*
¿Qué más? Escribir por capricho (pág. 309)
*
Pero entonces, ma bonne, ¿por qué escribo? (pág. 315)
*
Fue un oscuro poeta que aparece
citado en más de un libro,
pero de él no se sabe casi nada (pág. 427)
Pujol parece ser, además, uno de los pocos escritores que se ha tomado en serio eso de que “el yo es odioso”. En consecuencia acude a la técnica del monólogo dramático, a lo Robert Browning. Durante poemarios enteros cede su voz a Bernini (Gian Lorenzo, 1987), a Job (Fragmentos del libro de Job, 1998), a Vermeer (La pared amarilla, 2002), a la Marquesa de Sévigné (Retrato de París, 1999) y al mismo Browning, nada menos; y eso sin contar otros muchos personajes en poemas sueltos de Vidas de poetas (1995) y de Los aventureros (1996). Es muy significativo que con frecuencia escoja artistas hondos, un punto misteriosos, un poco desengañados, con inquietudes religiosas e intensas relaciones familiares. Son las huellas que deja en su huida, porque Carlos Pujol se esconde en sus monólogos dramáticos o se hace, como Vermeer, el autorretrato de espaldas. Incluso cuando cae en la debilidad de recordar su propia infancia, las intenciones son, como explica en el epílogo de Conversación (1998), bastante disolventes: "regreso a lo que fue con la intención de dejarlo definitivamente atrás. Si es posible" (pág. 263).
Como técnica literaria el monólogo dramático funciona a la perfección; como táctica de camuflaje termina siendo excesiva. Pujol, que es inteligentísimo, se da cuenta, y en su último libro, Me llamo Robert Browning, aprovecha para excusarse: me reprochan / que les cuente la vida oblicuamente, / protegiendo con sombras la verdad (pág. 495). En realidad, uno, más que reproches, se hace preguntas: ¿por qué tanto ocultamiento si para el lector tan personaje literario es Carlos Pujol como Madame de Sévigné? Supongo que habrá ejercido una influencia grande su condición de narrador que se expresa a través de personajes y tramas.
El caso es que todos estos factores producen una obra que se recrea en la ambigüedad, los espejos y las referencias entre líneas. Y tal vez eso resulte incómodo para los actuales lectores de poesía, habituados al trato de tú a tú y a la confidencia, al menos desde Baudelaire. Molesta algo también que quien guarda un secreto, en vez de callárselo, como sería natural, te lo eche en cara, como en el cole: “Tengo un secreto, ea, pero no te lo voy a contar, no, no y no”. No exagero. Recurriendo al "método Bloy" ("He aquí una regla poco menos que infalible; búsquese en un escritor, bueno o malo, la palabra habitual, la palabra preferida, la que más frecuentemente emplee, y es probable que en ella, cuando se la haya encontrado, se encuentre el fondo de su alma"), recurriendo al "método Bloy", digo, resulta interesante observar esta relación no exhaustiva de versos de Pujol:
Un poema se teje con silencios (pág. 113)
*
El abanico,
lo mismo que mis versos,
cubre y descubre. (pág. 180)
*
Me acostumbré de niño a los secretos
y eso se hizo incurable. (pág. 306)
*
Según la gente sé guardar muy bien
mi secreto, pero si lo contara
dejaría de ser secreto y mío (pág. 315)
*
Quiere decir tan sólo el ademán,
la desnuda pared,
la luminosa nada que fascina (pág. 359).
*
(...) sin más luz
que la de esta pintura en que me escondo. (pág. 390)
*
El fondo de uno mismo es el secreto
que al conocerse ya no vale nada. (pág. 425)
*
con la loca esperanza de que así
iba a poder decir lo que ignoraba (pág. 427).
*
Sin embargo, prefiere
no decirlo a las claras (pág. 440)
Dicho lo cual, me sumo al coro de críticos que afirman que Carlos Pujol es un poeta que merece más reconocimiento. Para empezar, admira su apuesta formal. De forma coherente con su planteamiento, ha optado por un estilo que se afila hasta lo invisible, como una música. Él se limita casi siempre al más natural de los instrumentos, que hoy por hoy es el verso blanco de base endecasilábica. Ha escrito, sí, un libro de sonetos, Desvaríos de la edad (1994), y otro de haikus, Hai-kais del abanico japonés (1998), pero más que nada como demostraciones de capacidad métrica. Lo importante es su búsqueda (y hallazgo) de una forma etérea, sin alardes. No es un desprecio de la forma sino amor a la literatura, a la que no se aviene a rebajar a un muestrario de virtuosismos. Pujol huye del “yo” en sus planteamientos y, en lo formal, evita siempre que ese mismo “yo” se le cuele haciendo gorgoritos o gongorismos. El precio de sortear los innumerables riesgos de la lírica —la altisonancia, el impudor, la retórica huera, el ripio, la imaginería brillante, la cursilería, la sentimentalidad, etc.—, es un riesgo agazapado: el de cierta monotonía expresiva.
El gran mérito de Pujol es que lo elude. Sus versos, si se saben leer con calma, son extraordinarios. Apenas hay poemas que no muestren algunos memorables, tersos, translúcidos (de tan limados), llenos de sentido:
Lo pasado pasado, pero no
pasan nunca el asombro y la alegría (pág. 271)
*
Tal vez no debería hacer preguntas
sobre lo demasiado grande,
Dios, la vida, el amor, y sin embargo
¿a quién puede importarle lo demás? (pág. 321)
*
No obstante, en la pintura se adivina
la misteriosa claridad dorada
con la que Dios nos ve. (pág. 365)
*
Yo soy de poco hablar, por eso escribo (pág. 482).
Abundan los poemas redondos. Por el camino de la modestia, muy a menudo molesta (no en vano la modestia en Pujol es ascetismo), alcanza el poeta una extraña transparencia que nos permite adivinar el fondo luminoso de su alma. Poemas magistrales son aquellos donde la modestia suya se equilibra en un punto de belleza y verdad, allá en lo alto, con lo inagotable de la poesía. Como ejemplo, éste:
El amor no se entiende, es demasiado
sencillo, hay que añadirle
—para disimular— devastaciones
y zozobras románticas,
me quiere, no me quiere, me querría;
confundir por sistema el amor propio
con todo el universo,
abrir mucho los ojos para así
no ver su claridad.
(Esta verdadera historia, pág. 307)
Enrique García-Máiquez
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