Si un poeta es un criador de gusanos de seda que alienta su metamorfosis, un buen editor de poesía debe agitar el cazamariposas. Así, no me gustaría escribir sobre Occidente sin mencionar la excelente labor editorial de Trea, sello dirigido —según leo en los créditos de este libro— por Álvaro Díaz Huici, y cuya colección de poesía aúna el riesgo en sus propuestas estatales —la melomanía camp de Alejandro Arturo González Terriza, la primera traducción al castellano de la gallega María do Cebreiro, el desafío intelectual pero también emocional de Esther Ramón— con una aspiración de rango imprescindible en las traducciones. Así, para regocijo de los lectores, Trea ha publicado antologías poéticas de R.S. Thomas o Józef Baran, además de poemarios exentos de Gustave Roud (El descanso del jinete) o, sobre todo, Hart Crane (El puente).
Trea ha publicado Occidente, el tercer poemario de Juan Carlos Gea (Albacete, 1964), pero también en Trea han aparecido la plaquette Rompehielos —complemento no venal al poemario que nos ocupa: un largo poema sobre Roma, en una línea de amor y odio que de nuevo otorga a Catulo la razón— y El temblor (2005), una reflexión que avanza desde lo particular —el terremoto que destruyó Lisboa en 1755— hasta lo global, un réquiem de un tiempo —el nuestro— que nace ya cadáver, una descripción del mal y la bajeza humana, ausente de piedad y de esperanza, devastador. Existe un primer libro publicado en 1990, Trampa para niebla, que no he podido leer. Centrándonos en su bibliografía más reciente, Occidente imita esta dirección de El temblor —desde un punto concreto, el de la ciudad de Gijón, a otro común, el de toda la sociedad occidental—, apuesta de nuevo por un tono más cercano a la autopsia que a la reflexión moral, dispone sobre el papel las pruebas del delito, subraya los argumentos, y nos invita a juzgar.
Aun así, el pesimismo anterior cede sitio en Occidente a cierta (…) confianza indestructible / en que el sol saldrá otra vez / igual que ayer, mañana por el Este, objetividad mediante: Juan Carlos Gea cuenta, adjetiva en algún caso, pero nunca categoriza. Constituye un buen ejemplo el segundo canto, una descripción de la ciudad de Gijón estrato a estrato —Si tus suelas afinan el oído, oirán hablar latín. / Brota polvo romano cuando cavas apenas / unos palmos bajo tierra (…), comienza el fragmento de apertura; Habla turbio el subsuelo, o bien guarda silencio, empieza el de cierre—, dibujada con palabras por alguien que observa estático, sin deslizarse entre los versos. ¿Quién nos habla, entonces? Leemos: (…) Con respecto a mi persona, / Eneas yo no soy. Yo no soy Pablo. Ni un Orfeo. Ni el Dante / ni un poeta de Mantua. Ni siquiera un prisionero / del gulag o un perseguido. (...) No es nadie y, sin embargo, todos viven en la voz que nos escribe. Por actitudes como ésta, Occidente es ambicioso en su forma, intención y árbol genealógico: dividido en seis extensos cantos, apostando por el versículo prolongado —o, en todo caso, por el arte mayor que huye de las cuadrículas y se inventa su música ensordecedora— y el largo aliento, Occidente es una red de barroquismo intelectual que nos arrastra, una página bien surtida de enlaces a los poetas que mejor pensaron. Yo escucho a Eliot en Occidente, y en cierto modo escucho a Wordsworth y su Preludio, y me ciega la oscuridad de Celan, y etcétera.
Por otra parte, desde la letanía —Hihon pilots— del primer canto al Amén final, Occidente no es que suene religioso: es que se vincula a la épica de lo espiritual, cruzando por La Biblia, claro, pero también visitando Gilgamesh —una cita de la epopeya precede al canto quinto, que incluye una "carta a un viejo rey sumerio" con alusiones directas a Uruk—, la Divina Comedia —¡Recobrad cuantos entráis toda esperanza!, es el pomo del cuarto canto— o incluso los grandes poemas grecolatinos, protagonizados por héroes que luchan sin rumbo. Porque Occidente se recorre sin brújula, queriendo alcanzar la costa y hallándose perdido, por más señales del puerto —Hihon pilots, de nuevo— que se reciban.
Parece hostil Occidente; más de un lector escapará de sus páginas, desconcertado por la inyección narrativa la poesía de Gea, por sus continuas referencias a la realidad —por sus amarres al mundo—, por la exhaustiva altura de su pensamiento. Juan Carlos Gea va más allá: Occidente se busca como libro total, desea abarcar el mundo, desde la mediocridad al dolor, y lo consigue recurriendo a (…) la palabra que te deja la garganta desollada: limpia y franca, / bien dispuesta para el canto. // Para el canto que aún no viene. Que aún no viene.
Elena Medel
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