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Nuestra casa en el fin del mundo

Elizabeth Bishop, Obra poética, Igitur, Barcelona, 2008.

La vida de Bishop es atractiva como pocas. Llamada, como Rilke, a entregar su vida a la creación de su obra, rechazando cualquier trabajo estable, en la búsqueda del lugar ideal. Su amistad con Marianne Morreo Robert Lowell, y sobre todo sus amantes, especialmente la brasileña Lota de Macedo, hacen de ella una persona fascinante. Bishop ha sido, probablemente, la única poeta americana que ha salido al mundo, que ha sabido hablar de él, que ha sabido comprender lo que su presencia y su testimonio suponían fuera de su país. Y en efecto, su presencia, su búsqueda suponen muchas cosas. En esa decisión de construir su vida alrededor de su obra se entiende todo su pensamiento, con todo los peligros que esto supone. Para Bishop se trata de tener todas las miradas posibles sobre un objeto o sobre una experiencia para llegar a la verdad. Cada poema es una máquina que funciona perfectamente para que nuestra vida avance, porque Bishop es capaz de hacer de todo experiencia colectiva, de arrastrarnos a su manera de mirar. Nacida en 1911, Bishop escribió solamente cuatro libros de poemas: Norte y sur, de 1946, Una fría primavera, de 1955, Cuestiones de viaje, de 1965 y Geografía III, de 1976.

Ver en cada poema su método de construcción nos permite una rica comprensión del mundo. Para Bishop el poema es un objeto acabado y perfecto. Ella es la creadora de las cosas y testigo del sufrimiento del mundo. Su proceso de selección de las cosas que deben entrar y no entrar en el poema siempre es acertado. Podríamos decir que en una vida herida como la de Elizabeth Bishop sus poemas son todo lo que ha llegado a compartir con los demás, los raros instantes de comunión en los que todo es extraño, asombroso y al mismo tiempo reposado y próximo. Parece Bishop ir en la búsqueda de una mentira esencial, que acaso sea su infancia, de un error en el origen del mundo, pero un error posible de reparar. No deja de perseguir la posibilidad de una vida plena, desvinculada de la infancia y de sus traumas, y constantemente nos promete esa plenitud, al menos, de las palabras. Muestra fascinación por las representaciones del mundo, que le son extrañas y cercanas, y sobre todo por la geografía. Bishop va buscando una geografía absoluta. Uno imagina, leyéndola, los mapas imperfectos de la antigüedad, y los siglos que hicieron falta para llegar a una representación correcta de la tierra. Los poemas de Bishop nos hacen pensar que quizá, en esa cartografía del mundo, no hemos llegado a la verdad más profunda, que debemos ir en la búsqueda de un mapa más perfecto, más verdadero. 

Bishop nos da una lección de lo que nos puede dar el viaje si lo incorporamos a nosotros, si realmente nos dirigimos hacia el interior. Especialmente en su etapa en Brasil da voz a personas y seres que encuentra y en los que ella es capaz de ver el mundo, su vida entera, y comprender que la pobreza y la confusión son el verdadero exilio, la verdadera distancia. Aún sabiendo que su dolor es el mismo que el de esos seres, es capaz de reconocer que el dolor de los otros es más importante aún que el suyo. ¿De cuántos poetas podríamos decir esto?

Elizabeth Bishop encuentra modos de explicar el mundo radicalmente nuevos. Nos importan sus  procesos de pensamiento, el esfuerzo por no estar escindida, por ser una sola cosa hasta el final. Es decir, reconocemos en su obra nuestros modos de pensar y sentir, de unir y dividir, una forma de sentir anticipada a su tiempo. Bishop, oscuramente, nos revela cómo somos realmente, por qué hacemos lo que hacemos, nos da la posibilidad de ver en los objetos, el universo, y en un detalle, la totalidad. Bishop tiene la sana necesidad, y el atrevimiento, de empezar y acabar el mundo, de enmarcar su experiencia para darle sentido dentro de una memoria común. Ese esfuerzo de crearlo todo una y otra vez y de saber que terminará una vez termine el poema, hace que cada uno de ellos se convierta en un verdadero evento. De cada uno de sus poemas se espera todo, una explicación total, como nos ocurre a menudo con Wallace Stevens o con Emily Dickinson. Quizá por esa carencia de raíces americana, Bishop, y otros tantos poetas, crean esas raíces en el poema, dotando al mundo que describen de un aire mítico y definitivo. Estos objetos, este clima descrito son su única propiedad. Detrás sólo hay una historia de sangre y masacre. Habitamos una tierra herida, y el amor por los objetos es una forma de pedir perdón.

Se trata de seguir el pulso de la vida para dejarnos sacudir por ella, por el lenguaje, entonces lo cotidiano sí se convierte en una verdadera experiencia reposada y absoluta. La experiencia cotidiana necesita ser nombrada, pero en profundidad, es ahí donde las palabras se vuelven contra nosotros y se rebelan, y nuestra misión es contenerlas. Sus poemas se nos presentan como paisajes abandonados, experiencias olvidadas que alguien viene a recordarnos en un momento decisivo. Un ejercicio de memoria para encantar de nuevo el mundo, para presentarlo en su complejidad. Bishop nos recuerda que somos capaces de vivir juntos, de pensar juntos, de llegar a verdades, de avanzar sin necesidad de la masacre, ni del olvido, ni del abandono.

Sus viajes en autobús como los de los poemas "Cabo Bretón" o "El alce" nos dicen que es preciso estar atento a lo que el paisaje puede decirnos, el paisaje necesita ser leído, ser atravesado por una mirada delicada que comprenda toda la vida que hay en él. Siempre nos evoca paisajes próximos que duermen en nuestra memoria. Igual que en las grandes obras nos lleva a paisajes que no sabemos por qué conocemos, pero conocemos. En poemas como "The bight" o "At the fishhouses", Bishop muestra esos espacios fronterizos en los que somos capaces de reconocer la naturaleza compleja de la vida y las relaciones. Y sin embargo nunca es la marginalidad lo más importante de sus seres ni sus paisajes, sino su humanidad, su posibilidad de reinventarse, de volver a empezar. Toda la desordenada actividad continúa / terrible pero alegremente.

Bishop nos propone un método de conocimiento a través de la vida, de salir al encuentro, donde nada es definitivo, todo debe ser luchado día tras día, debe ser cuidado. Todas las cosas tienen un paisaje ideal. ¿No es una idea del paraíso lo que Bishop busca? Es como imaginamos que es el conocimiento / oscuro, salado, claro, móvil, completamente libre / sorbido de la fría, dura boca / del mundo, derivado para siempre de su pecho rocoso / entrando y retirándose, y, puesto que / nuestro conocimiento es histórico / entrando y fluyendo. 

Por otro lado, creo que la labor de la editorial Igitur es excelente. A lo largo de los últimos años ha seguido unos criterios de excelencia como pocas en España, quizá porque sus editores son de los pocos que saben de poesía, y a los que parece importarles verdaderamente la poesía. Capítulo aparte en el libro merece el prólogo de Sam Abrams. No es posible hablar de poesía como un mercado ni en términos económicos, y, en mi opinión, se equivoca al usar expresiones como "Volver a evaluar a los grandes poetas", "La cotización de Lowell en la bolsa poética" o cuando se refiere a la valoración de Bishop como "Un ascenso realmente impresionante". Son términos imposibles para hablar de poesía en profundidad. Por otro lado, el estudio preliminar de Margarit es imprescindible.

Bishop sabe mucho de los días, de las horas que pasan, de los dolores pequeños que se asientan en nosotros, de las decepciones, de las traiciones. Consigue que en cada momento de su vida, en cada viaje, en cada amor, esté contenida la vida entera, y que cada gesto sea un abismo. Un abismo por el que es necesario caer.

Pablo Fidalgo Lareo










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