Diez años ha tardado Javier de Navascués (Cádiz, 1964) en entregarnos un nuevo libro de poemas, después de su Estación de tránsito (1998) y su Recuento (1999). En tan largo lapso de tiempo ha podido aquilatar un volumen poético relativamente breve, variado y, a la vez, coherente en su visión del mundo y en su concepción de la poesía.
Uno de los síntomas de la madurez a que ha llegado la voz de este gaditano es la resonancia de múltiples y muy variados poetas que percibimos mientras leemos el libro: desde Borges a Ángel González, pasando por Luis Rosales, Gastón Baquero,www.replicatimepiece.com Miguel d´Ors… Y conste que hablo de resonancias, de afinidades emocionales que cristalizan en algún modo de decir que vagamente nos trae recuerdos de este o aquel autor; aunque no llegan a producirse imitaciones ni servidumbres. Una prueba de ello es la intencionada paráfrasis de Ángel González que hace Navascués en "Árbol genealógico": Para que yo sea / quien soy, han sido necesarios… (pág. 46). Sin embargo, frente al desesperanzado final del poema de González en Áspero mundo, Navascués termina dejando abierta, hacia el misterio del tiempo, una puerta amable y en absoluto insatisfecha: han sido sin duda necesarios / muchos árboles secretos / entre los que aparece y reaparece, / se encuentra / y vuelve a extraviarse / este nombre mío, / esta clave íntima, limpia, entrañable, / que, volando, se pierde entre las ramas del tiempo (pág. 47).
Creo que este ejemplo evidencia una visión del mundo y una sensibilidad muy personales, para las cuales la lectura de los poetas admirados nunca es estrechamiento sino apertura de su diapasón expresivo. Como persona singular, el yo-poético de este libro se nos presenta en una altura de la vida que le permite valorar su pasado desde una amplia perspectiva, así como desear seguir viviendo y asombrándose ("Baúl de asombros" se titula la segunda parte) ante el inesperado secreto de cada día. Porque, para él, vivir no es nunca repetirse, sino matizar con trazos más seguros, más reales, la imagen inacabada de uno mismo. Esta madurez esperanzada se la siente en casi todos los poemas, incluso en aquellos que arrancan con un tono más nostálgico o relativamente escéptico, como se comprueba, por ejemplo, en "Et tout le reste", un guiño muy personal a Mallarmé, consciente de las posibilidades y de las limitaciones de la palabra poética.
Además, para definir un poco mejor el perfil poético de Navascués en este libro, hay que añadir a esa madurez un apasionamiento vital que lo lleva a disfrutar con intensidad de cada momento de la existencia, como se trasluce en su entrañado recuerdo de los días pasados, incluso de los más dolorosos. Su apasionamiento vital y su madurez esperanzada se basan en la conciencia de que esta vida, por precaria que resulte tantas veces, es siempre una posibilidad gratuita que se nos brinda, a la cual se añade siempre un algo más que es desconocido, pero que confiere a la existencia una grandeza insospechable. Por ejemplo, al final del poema "La Dama", después de enunciar una serie de hechos que se repetirán ineluctablemente, como cosa bien conocida y hasta rutinaria, la Muerte se presenta con una figura y una misión totalmente imprevisible: Sólo la Dama no perderá el tiempo / y se irá a buscar clientes con su linterna mágica (pág. 21).
Esta advertencia grave y asombrosa a un tiempo enlaza con otros poemas donde advertimos una dimensión moral más explícita, la cual no se opone a esa mirada esperanzada y apasionada sobre la existencia, sino que la sustenta y la hace fuerte ante los embates de la fortuna. Por eso los dos poemas que se amparan bajo el rótulo de "El aprendizaje del dolor" nos ofrecen un enfoque constructivo sobre la realidad del sufrimiento: al esfuerzo de todo aprendizaje se añade el fruto de la sabiduría que tras ese dolor amado —sí, amado— ilumina nuestra vida. Y aquí se comprende bien la honda y sincera visión cristiana que informa todo el libro, aunque apenas se hable de Dios expresamente: tan sólo en el citado poema "Árbol genealógico" se menciona ese destino secreto / que algunos llamamos Providencia (págs. 46-47). Su religiosidad no necesita grandes palabras, sino el recuento aparentemente espontáneo del diario vivir.
Por lo demás, debo insistir en que esa coherente visión del mundo se vierte en unos poemas de muy variado tono: desde la narración simbólica de "Pájaros de octubre" al poema meditativo, como ocurre en "Antología poética"; desde los versos aéreos de "En una playa de Búzios", alentados por un viento trascendente que confiere honda significación a unas imágenes muy sencillas y escuetamente mencionadas, a los poemas más sentenciosos y graves, como el "Manual de supervivencia". Por no decir nada de ese relato casi onírico titulado "Dirigibles".
Esta poética de la sencillez, de la difícil sencillez, tiene muchos riesgos, y a veces, pocas veces, no han sido bien sorteados, como sucede en el poema "Tiempo muerto", con un tono general y un final elegíaco más o menos previsibles, o en "Navegaciones y regresos", más discursivo y aleccionador de lo deseable (Entre el dolor y el gozo, / la mirada / puesta en todo lo que dejamos / que vuelve a ser nuestro / como un regalo inmerecido…, pág. 36). Pero estas caídas ocasionales no nos hacen olvidar la emocionada lucidez que nos acompaña a lo largo de casi todo el libro.
Carlos Javier Morales