Sumar un nuevo lector a un poemario —o restárselo— es ese logro máximo del reseñista que no alcanzaré esta vez. Tras cinco poemarios previos, múltiples antologías y premios de postín, no imagino a nadie esperando a que yo venga a descubrirle a Carlos Marzal. Para justificar estas líneas no me queda más remedio que renunciar a la crítica informativa y afrontar una crítica analítica, tomándome el trabajo (y el riesgo) de meterme a fondo en
Ánima mía.
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El fondo está donde le gusta a Carlos Marzal: en la superficie. El secreto se esconde, como si de la carta misteriosa de Poe se tratara, en la cita que abre el libro. Dice allí Santayana: "Why shouldn’t things be largely absurd, futile, and transitory? They are so, and we are so, and they and we go very well together".
Ok, traduzcamos: "¿Por qué no podrían las cosas ser enormemente absurdas, fútiles y transitorias? Lo son, como nosotros; y a ellas y a nosotros nos va muy bien juntos". Este es el programa que sigue el libro. Primero, recordándonos que todo es absurdo, fútil y transitorio; y nosotros, lo mismo. Carlos Marzal es fiel a la tradición de la poesía española según la entendía Jorge Luis Borges:
Torne en mi boca el verso castellano / a decir lo que siempre está diciendo / desde el latín de Séneca: el horrendo / dictamen de que todo es del gusano. O como dice Marzal:
Cinerario de mí. / Soy mi urna insomne. // Ceniza sin razón. / Mi cinerario [p. 44]. Una vez sentado ese axioma del gusano, pasamos al "very well together". Al nihilismo se añade un vitalismo goloso. La sabiduría popular ya lo resumía con el refrán
Lo que van a comerse los gusanos / que lo disfruten los humanos.
Carlos Marzal no lo resume. Es más, en los cincuenta y nueve poemas de
Ánima mía lo viste de un aura casi sacra y un exuberante léxico litúrgico. Bajo la sombra de Nietzsche, se procura convertir la vida de aquí en un más allá al alcance de la mano. Se proclama la eternidad del instante, el asombro permanente, la fe atea, el misticismo escéptico, la emoción cerebral, etc.
Tanto empeño por aunar contrarios explica el esfuerzo filosófico del libro, por una parte, y su voluminoso barroquismo estético, por otra. En el deslumbrante poemario
Los países nocturnos (Tusquets, 1996), centrado en la dimensión negativa, la expresión resultaba seca e incisiva, pero
Ánima mía, en cambio, se quiere desengañado y, a la vez, entusiasta, y, a la vez, volcado a lo externo. En sus mejores instantes, lo logra con un aire a Claudio Rodríguez, como en "Empiezo a estar en mí como en mi ropa" o "Unos buenos zapatos son el mundo":
[…]Son zapatos de baile mis zapatos:
quien no quiera bailar,
que se retire.
Quien no quiera gastarlos,
que se aparte.
Están desparejados, y no importa,
estos zapatos de mis ilusiones;
[…][p. 53]
Pero el nihilismo acaba siendo poco cimiento para la construcción de una torre de optimismo cósmico y al poeta no le queda más remedio que levantarla sobre el subjetivismo, como indica el título del libro. Lo ha visto Francisco Díaz de Castro: "El asedio hacia ese `otro lado´ debe realizarlo el personaje protagonista desde una introspección" (Prólogo de S
in por qué ni adónde, Renacimiento, 2003, p. 12). Estamos ante un
Cogito ergo sum en versión poética, o sea, ante un
Canto, ergo sum.
Ánima mía, yo.
Creo que existes,
aunque no crea en ti, porque tú crees
en esta rogativa en que te ruego.
Basta con que te sueñe y tú me sueñas.
Basta con que te cante y tú me cantas.[p. 17]
Ese
Canto ergo sum impone el protagonismo de la retórica. Carlos Marzal confiesa a Ana Eire (
Conversaciones con poetas españoles contemporáneos, Renacimiento, 2005): "[A partir de
Fuera de mí] creo que hay un buceo en la retórica con mayúsculas, en el sentido de alta retórica. No hablo de alta retórica en cuanto a calidad, que eso no lo podría decir, sino de una intención de apropiarme una alta retórica ornamental que no existía en los primeros libros. Hay un abandono al lenguaje y un trabajo del ornato verbal que no aparecía anteriormente" [pp. 265-266]. ¡Y vaya si lo hay! Fíjense cómo describe a sus hijos jugando en la orilla de la playa una mañana de verano:
Padre sol vespertino acariciaba
las sienes de mis hijos, en la orilla,
y ellos peinaban olas,
sus solas comparables,
despeinadas de espumas compañeras,
conjurados de amor, en alaridos.
La enseña de un velero percutía
con silente blancura el horizonte.[p. 35]
El barroquismo se muestra en el gusto por las paradojas:
La vida se me aleja si la nombro, / y sólo si la nombro se me alcanza [p. 63]. Y en el regusto por las palabras:
Estoy enamorado, en lo que digo, / del amor a las palabras, / aunque no sepa decirlo [p. 84]. Hay una obsesión permanente por las palabras desusadas:
serpiginoso,
infrangible,
perfusión,
ferruginosa,
medicamentosa,
sólito,
albur,
retícula,
álacre,
cianótico,
campánulas,
circunvoluciones,
pregnante,
síncopas… Se llega a dedicar un poema a la recuperación de la preposición "cabe". Otra característica que salta al oído es su amor por las esdrújulas, abundantísimas: todo un catálogo de esdrújulas es este
Ánima mía. Véanse las tres últimas líneas de "Dinámica de fluidos":
Mi pócima. / Tú tósigo. / Mi bálsamo [p. 106]. Marzal realiza, además, giros conceptistas de vértigo:
Este saber de perro no es de perro,
ni tampoco de hombre:
no es saber.
Es el haber sabido desde siempre:
nada importa,
y lo importante es eso.
Tu importancia
es ese importar nada, y que se flote,
[…][p. 107]
Desde el principio el lector tiene la sensación de que el poeta está pensando al tiempo que escribe o al
tempo que escribe, subido a la ola rítmica, dejándose arrastrar por su dominio de las palabras. Un poco más tarde el poeta lo reconoce con orgullo en uno de los mejores poemas del libro, titulado "Si sé lo que escribir, jamás escribo". Resulta muy significativo del papel preponderante de la retórica que los otros poemas más logrados sean también metapoéticos: "Sanación" y "¿Qué me levanta en medio de la noche?" Y los versos más hermosos que pueden espigarse de
Ánima mía lo son por su contundencia verbal, sentenciosa, que resuena como el metal.
Marzal escribió este memorable aforismo: "La elocuencia es el vistoso hermano pobre del talento literario" en
Electrones (Cuadernos del Vigía, Granada, 2007, p. 45). Pero todo indica, por lo leído en
Ánima mía, que él se siente mucho más cercano a las ideas que expuso en la citada entrevista de Ana Eire: "Tiendo a lo paradójico y tiendo a la contradicción verbal. Muchas veces, una vez enunciada una idea, me da la impresión de que no es para tanto, de que no hay que afirmarla con tanto ímpetu, que en el fondo todo puede verse por el envés, que se le puede dar la vuelta […] Tiendo al conceptismo por gusto lector y por temperamento. […] Por otro lado, el conceptismo es un sistema corrosivo. Se crea un objeto verbal pero, como sucede muchas veces, detrás de lo barroco hay una fantasmagoría, hay humo. […] Lo barroco y lo conceptista son métodos que disuelven, que corroen, pero también es así la vida y es así el mundo" [pp. 255-256]. Con esta última declaración, de alguna manera se cierra el círculo: tanta celebración vuelve sola a lo que, según Borges, siempre está diciendo el verso castellano.