José Luis Piquero, El fin de semana perdido, DVD, Barcelona, 88 pp., 2009
¿Cómo juzgar un poemario? Más allá de la simpleza del me gusta o no me gusta, ¿cómo puntualizar si mejor, si peor, dónde situar las bajadas y dónde las subidas? ¿Cómo calificar? ¿Adoptamos la puntuación con estrellitas, cinco si muy bien, dos si regular, a la que recurren algunos críticos de cine o música? Nada tan poco adecuado, sospecho: un libro es un libro, no un examen. Yo tiro de estadística: a cada poema que me entusiasma, esquina superior que doblo. Sencillo de más, sí, pero efectivo. Por ejemplo: reparo en que, en El fin de semana perdido, ni una sola esquina desde la que pasar hasta casi la sesenta. Primera lectura, y en casi todas marqué: atención, releer.
Transcurre la poesía de José Luis Piquero a pie de calle, dinero en los bolsillos y un viernes por delante, después de trabajar, con el lenguaje que escuchamos sentado en lo más hondo / del autobús, y el libro entre las uñas; y sin embargo me parece que estos rasgos, lejos de convertir el texto en un bálsamo, provocan un chispazo entre el lector y el poema. Quizá por esa cercanía de más, por esa sensación —de más, también— de que sus poemas hablan tanto de nosotros… Y por la certeza de que el Caín de sus poemas, el Judas sobre el que —al que— se habla, se esconde tras la máscara del vecino, de la nuestra propia. El mal en minúsculas, las pequeñas ruindades, las zancadillas que nos carcomen: aquí se cantan, se muestran ineludibles.
En torno a esa sensación giran los mejores poemas —muchos— de El fin de semana perdido: la moral que nos inculcaron, ¿se equivoca? ¿Por qué está bien hacer el bien? La pena es generosa pero es olvidadiza, asegura Piquero en "Jesús responde a Judas". Nada inocente, sino todo lo contrario, se presenta la urdimbre que dota de cohesión, maldad aparte, al segundo bloque: la explícita alusión a la mitología de la Biblia. Las referencias asoman desde el título, marcando el rumbo del poema, como el ya mencionado "Jesús responde a Judas" (en el que El Hijo aconseja desde el exilio muere tú por nosotros), "Oración de Caín" (gracias, Padre, / por dejar a tu hijo ser Caín, o sus inmejorables primeros versos: gracias, odio; gracias, resentimiento; / gracias, envidia: / os debo cuanto soy), "Lázaro otro" (con cita del Evangelio según San Juan), "Jesús-Jano" (cada noche susurro esta oración: / permíteme, Señor, / volver a no ser yo otra vez mañana) o el metaliterario "Caín leyendo" (eras el preferido de mi Padre, jamás te perdoné, el mejor de nosotros). Todos ellos se concentran en el segundo bloque, "Lázaro otro", el tramo de El fin de semana perdido que conecta más con el Piquero reunido en Autopsia (DVD, 2004); un bloque en el que nunca el poeta se llevó tanto la contraria. Escribe: he perdido la voz. Me he perdido a mí mismo. Y todo lo contrario, pues "Lázaro otro" (y El fin de semana perdido) se reciben como puro Piquero: rotundo, sentencioso, intensísimo.
"Lázaro otro" alberga, también, la clave del título: ese fin de semana deslumbrante que todos esperamos/ cada maldito día laborable/ y yo me lo he perdido. ¿O me he perdido en él? ("Lázaro otro"). ¿A qué nos ha empujado obedecer a las expectativas? Despertamos, trabajamos, el viernes por la noche nos convertimos en otros (¿reales, o no?), y así hasta el lunes a las ocho de la mañana. ¿Qué ocurre cuando ese paréntesis se tuerce, cuando eso que se espera sucede como no se espera? Mi vida es como un fin de semana perdido, concluye "Talidomida"; entonces, ¿estáis solos? Así es, pregunta y asesta con la peor intención en "Mensaje a los adolescentes".
Del poema-prólogo al final de la magnífica tercera parte, "Wakefield", El fin de semana perdido asciende y deslumbra, con esos seis poemas ("Novela del asesino", "Wakefield", "Nova", "Abrigo azul", "El ausente" e "Ícaro") sobre el abandono y su precio como punto álgido, cuya referencia se sitúa en el personaje de Hawthorne que elige no vivir su vida, sino contemplarla sin él desde una casa a varias manzanas de su hogar. Sin embargo, me refería antes a una barrera, a un freno que se establece con el cuarto bloque, "Alumnas de una escuela de peluquería": se instala con el buen poema del mismo título, y a partir de ahí el ritmo del poemario —a mi juicio— no fluye de igual manera, sino que se atora y, en cierto modo, desinfla. Bien porque sucede a esos poemas redondos y admirables de "Wakefield", y tras ellos una nota debiera recomendar interrumpir la lectura y apartarse del libro durante unos días, o bien porque Piquero se aparta de esa búsqueda del mal menor para virar en la temática, "Alumnas de una escuela de peluquería" suena a domingo por la tarde, a horas muertas esperando la vuelta de lo acostumbrado. Y es que a mí me entusiasma el Piquero de largas distancias, sus monólogos morales, que dejan exhausto al lector, y me convence menos el de los poemas breves, no sé si más livianos, sí menos severos.
Advierte Piquero en el primer poema, "Mensaje a los adolescentes": recordad que no hay nada que vuestros padres puedan enseñaros. / Ellos no son vosotros. // (…) Hace siglos que están ocurriendo estas cosas / y nadie ha demostrado / que sean mucho peores que una guerra. Me planteaba cómo juzgar un poemario, qué baremo establecer, de qué adjetivos tirar, y me temo que aún no encuentro una clave, una plantilla que facilite la tarea. Así pues: El fin de semana perdido me ha gustado, y mucho. Por abrazar las matemáticas, contiene un gran número de poemas excelentes; por citar alguno que todavía no haya asomado por aquí, "Frágil", o ese final "Islantilla, otoño" que remite a la complicidad de los perdidos. Está claro: a quienes no convencían las entregas anteriores de José Luis Piquero, la lectura de El fin de semana perdido no les ganará para la causa, pues brilla aquí el Piquero de siempre, con largo aliento, canalla y moral a su manera; nada que no conociéramos ya. En cambio, quienes reciban El fin de semana perdido habiendo zozobrado con "Cazador de autógrafos", "Elogios del Pez-Luna" o "Iván y Arancha en Praga" disfrutarán, y de qué forma, con esta nueva entrega. Piquero no busca el tiempo que se escapó, tampoco lo lamenta, ni siquiera cree que esas cifras de menos deban añorarse: vive. Escribe. Un libro cada doce años, apunta la nota de contraportada. La espera —no lo duden— mereció la pena.