Las nubes se pusieron en cursiva y el poemario se llevó un galardón. Barroco se hacía con el vigésimo segundo Premio Loewe, pero no hay sustos: el libro de José Luis Rey es un buen libro.
Existe una conspiración del lenguaje en la que nada es lo que dice ser y el verano adquiere la condición de herramienta, aquello que "en las casas de todos los colonos / ha estallado". Como no hay una composición de lugar (el mapa de Barroco se parecería a una gymkana, las rutas que trazan estos versos quieren más desorientar al lector que ubicarlo) es preciso que el tiempo esté presente y a la vez deslocalizado. Rey entiende el verano como una verdad (y así su dinámica: el estallido cuando se alcanza, después la decadencia de la mano de lo que no es más que recuerdo —"Cuando tú me querías era junio en el mundo"—), le llega el otoño con espíritu no conformista "Mi jersey es octubre y parece / que ahora todo comienza.", pero sí manso.
"También en la poesía las palabras son cosas", pero estas cosas Rey las dispone como un diletante alucinado, un lector que dialoga con los versos de los poetas como quien invoca en una ouija, haciéndoles la respiración asistida a través de las citas. Y, casi por accidente, el poema. Así el fragmentado "Naranjas en la mesa", la reflexión metapoética que acaba por hablar de algo muy distinto a la poesía. El propio lenguaje poético se vuelve metáfora de otro modo de comunicación, no con el otro, sino con la propia vida.
Porque el vitalismo se hizo verbo y el verbo se hizo retruécano, y en ese resignificar lo dicho hay una actitud hacia el mundo. No ha de mencionarse el compromiso para que exista, no busquen un hueco en el destierro (un "pobre millonario en Siberia") para este poeta que da rodeos al celebrar lo que, en definitiva, celebran todos. O al exponer aquello que, al final, critican todos: "Tú y yo somos ahora / esta gracia, este don, / único honor de la nada, / la corona de fuego, la violeta en el aire.".
Es cierto que podía haber un canto de derrota en este libro. Una manera de decir "claudicamos". Una voluntad de apostar como apuestan los grupos de música indie que se evaden en el paraíso retro, toda arma es la nostalgia. Rey no cede, celebra. Y en las omisiones, en los claros momentos de cese de festejo manifiesta su voz crítica. El poema “Dragón” no cree que se pueda ser un héroe por un día, ni niega que aún se necesiten caballeros que vayan contra males milenarios, leyendas redivivas. El héroe no es otro, ni uno mismo. El triunfo es el estar, los arquetipos se difuminan: "Mañana no habrá héroes y por eso / te abrazo lentamente, y el eco de la fiesta llega aquí, / en la luz que golpea los tejados y dice: / ven, aún estoy vivo."
Continuamente este libro, que genera su propio callejero a través del léxico, abre ventanas. Si el espacio activo es el verano la ventana es el alivio. Los términos que continuamente se repiten lo hacen con ánimo de libro de pistas, porque Barroco puede leerse también como "Una guía para poder leer Barroco", las claves de la poética de Rey se formulan dentro del verso. Tan sólo extrae de fuera la palabra de los otros, todos los que llegaron antes que él hasta la tierra que ahora se ve movido a nombrar. Y son tantas, es tal la intertextualidad en la que envuelve sus propias palabras, que parece estar componiendo, en ocasiones, un collage o una colcha de patchwork (los retales remiten a otras colchas, a otras telas sueltas o cortinas). "Eleonor entra por mi oído de izquierdo" es un claro ejemplo de esa postura que adopta, de ese afán por re-componer. Y con la alusión a The Beatles y la figura de Eleonor, no es extraño pensar en la portada del disco que contenía "Eleonor Rigby", Revolver (1966), en la que cada pieza provenía de otro dibujo, de otra perspectiva, y acaban por convivir todas en un mismo fondo blanco.
Como en todo conocimiento, después del recargo, permanece la luz. Una imagen blanca, para Rey, que no busca tanto la esencia de lo lumínico como los claroscuros que genera, o el modo en que la madera va empalideciendo: las consecuencias de un exposición continuada ("La muerte será sólo ese esplendor: / el reconocimiento").
Si siempre ha dado la sensación de que lo barroco tendía más al Síndrome de Diógenes que al horror vacui, Rey se compadece y acumula cachivaches y meses, objetos orgánicos y magnéticos, y dota a todo de la misma energía, que es como insuflarle vida cuando se hace en un poema. "La belleza es un campo magnético. / No lograremos escapar jamás. / Los pocos que lo hicieron ahora son/ el cabello de junio. / Me ha imantado la tarde."
Y del exceso, de tener todo el suelo del poema con libros medio abiertos -las múltiples referencias-, todo el techo del poema con globos de helio —y al decir "helio" digo "verano"—, se llega al ruido. Todo Barroco es canto. No uno sólo, sino una cadencia permanente. Los que habitan el poemario cantan y el poeta se dirige a un lector que canta también, sin saberlo. En el que quizás sea el mejor poema del libro, "Noches de radio", todo está mojado, el recuerdo tiene el tono de la clorofila –hasta los glóbulos son verdes-, y no el sepia. En él, las interferencias, sobre un lecho tan fértil, germinan. Del ruido también sale la savia, hunde "su mano en el estanque del ruido" y coge "unos peces, o en el fondo, / las piedras deslumbrantes de otra vida".
Igual que el protagonista de "Después de la anunciación", José Luis Rey mantiene que volar es bien fácil, "Cómo no iba a serlo, sostenido por otros." Y se deja sostener. Por la palabra cercana, que tiene que ser por fuerza amiga, pese al tiempo, la distancia. Sostiene sus pasos —quise decir versos— en la literatura, en la poesía y en lo que ésta le ha enseñado. Titula al libro Barroco, y no engaña. Pero después del artificio, del temblor de pájaros y siglos, queda un sol crujiente donde al fin ser niño.