Es una lástima que no se nos diga qué género galardona el premio Café Bretón, porque así nos enteraríamos de qué libro nos traemos entre manos. Este Títere con cabeza tiene algo de dietario, también de libro de poemas,swiss replica watches de traducción, de colección de citas, de greguerías… Aunque si hubiese que clasificarlo —que no hay— yo apostaría por que es el depurado diario de un poeta que conoce hondamente otras tradiciones y que sabe que la greguería es la sal de la escritura. Con esos ingredientes, consigue Almuzara algo casi imposible: dotar de un tono personal a la prosa biográfica. Lo habían logrado antes Eugenio d’Ors, en el Glosario, convirtiendo la anécdota en categoría; Andrés Trapiello transformando la anécdota en literatura; y García Martín disimulando la literatura en anécdota. Almuzara, con la anécdota, con la literatura y con la música, hace sus grandes miniaturas.
El autor encabezaba Constantes vitales, su anterior libro, con esta cita de Ezequiel Martínez Estrada: Lo que se ha destilado poco a poco / no quieras tú bebértelo de un trago. / Bebedor o lector o caminante: / despacio, despacio, despacio. Ese manual de instrucciones no era impertinente; y vale aún más aquí. Todos incurrimos en la lectura rápida, me temo, debido a lo mucho que se publica (mi mesilla de noche es un caos sólo comparable a la de usted, hipertenso lector, —mon semblable, —mon frère!). A esa ansiedad de la cantidad se une, en este caso, la calidad de una prosa en la que nunca se tropieza. Si añadimos la extrema brevedad de estos textos de Almuzara, es más que probable que leyendo nos embalemos.
Y haríamos mal, porque,Best Replica Watches
como él mismo nos avisa, si estas prosas están en los huesos es porque se alimentan de tiempo. Esto es, porque se limitan a lo esencial, que es lo inacabable. Habría que leerlas dos veces, pero no porque no se entiendan a la primera, sino para entenderlas de nuevo. Dice una de ellas: Estoy condenado a la brevedad como otros a la facundia. Arrastraré esa cruz toda mi vida, pero al menos mi infierno nunca será una larga penitencia para los demás. Y es que, no lo olvidemos, estamos ante una obra de poeta. Para recordárnoslo, nos ofrece, entre unas prosas y otras, contundentes versos como éstos: ¿El arte de verdad? / Un poco de misterio / y mucha claridad.
Es curioso que un libro así no resulte una miscelánea o un cajón de sastre. Lo que le da unidad es la personalidad de su autor, que se autorretrata (ya desde el título) en cada uno de los fragmentos. Podría haber citado en su defensa a Mario Quintana: Los espejos rotos tienen más lunas, porque es el caso. El lector va juntado esas lunas (o líneas) hasta hacerse una imagen de la cara de Javier Almuzara. Yo, de ese retrato, destacaría dos aspectos.
El primero —muy de agradecer— es que Almuzara hace gala de una refrescante indiferencia por las imposiciones de la moda: escribe desde la difícil fidelidad a uno mismo. El segundo es su humor negro, que sorprendentemente es las dos cosas, negro y humor. Lo normal es o reírse de la muerte a base de inconsciencia o ponerse ceniciento. Almuzara parece que se ríe con la muerte, como en este epitafio: Aquí no hay vanidad. / Todos somos iguales / Y yo el que más. ¿Cómo lo logra? Supongo que habiendo leído bien a los clásicos y con una firme esperanza en su propia literatura, como cuando afirma: Habré perdido el tiempo, pero no me perderé en el tiempo. Y tiene razón: no creo yo que se pierda.
Enrique García Máiquez
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