El libro del haiku son dos libros; pero si su interés es doble, que lo es, no es por eso. Sería triple si la parte principal, una extensa antología de 780 textos, centrada fundamentalmente en los grandes maestros del género (Bashô, Buson, Issa, Shiki y Ryôkan), fuese más redonda. El aparato crítico, en cambio, tan extenso que puede considerarse como un ensayo autónomo o un segundo libro, resulta interesantísimo.
Allí Alberto Silva (Buenos Aires, 1943) denuncia que fuera de Japón se “tiende a olvidar el ritmo silábico” del haiku: hace bien en detectar la viga en el ojo ajeno, aunque ese olvido rítmico es la molesta mota que se interpone con frecuencia entre los originales y sus versiones. Por suerte, traduce muchos haikus ya traducidos, lo que permite comparaciones, de las que el argentino no siempre sale airoso. Con una probidad que le honra, para favorecer el contraste, recomienda en la “bibliografía anotada” otras antologías, entre las que yo destacaría Jaikus inmortales (Hiperión, Madrid, 1983), de Antonio Cabezas. Las versiones de Silva, además, están interferidas de vez en cuando por las rimas asonantes, que se llevan la estrofa japonesa de juerga flamenca. Puede que ello sea sólo un problema para los oídos de esta orilla del Atlántico, porque en él también incurrió (y sistemáticamente) el cubano Orlando González Esteva en su traducción de Issa (Hoja de viaje, Pre-Textos, Valencia, 2003).
En cualquier caso, que la puntillosidad del crítico no empañe el goce del lector. Lo cierto es que consigue algunas traducciones muy bonitas. Si Bashô decía que un haijin (esto es, un poeta del haiku) con diez buenos haikus es un maestro; reconozcamos nosotros que un traductor, con un puñado de versiones como ésas, es muy de agradecer.
Dicho lo cual, recalquemos que la mayor aportación está en lo que hemos llamado el segundo libro. En realidad, esparcido aquí como “introducción”, “glosario”, “bibliografía anotada” y varios “apéndices”, se nos ofrece todo un ensayo, que suma casi doscientas páginas, y en el que se reflexiona a fondo sobre las características del haiku y de sus creadores. Alberto Silva logra —con un estilo casual y aproximativo, repitiendo citas, haciendo una aleatoria literatura comparada (que, a veces, da en el clavo, como al apuntar que el haiku de Bashô: Este camino / ya nadie lo recorre / salvo el ocaso parece salido de la pluma de Borges), perpetrando argentinismos (verbales y psicosociológicos), divagando lo suyo, con buen humor— logra, digo, transmitir una visión muy viva, inteligente e iluminadora. A ratos, incluso poéticamente eficaz. Cita numerosos poemas a lo largo de su muy personal andadura ensayística, y se llega a tener la agradable sensación de estar leyendo un auténtico haibun, esto es, una combinación de haikus y prosa poética, como el usado por Bashô, Buson y otros autores en diarios de viaje o dietarios.
El interés resulta aún mayor porque, a la vez que nos acerca al haiku, nos permite hacer una lectura comprensiva de la moda japonesa que se ha instalado de pocos años a acá en la poesía española. Los motivos de la brisa oriental que orea nuestra parcela del Parnaso son múltiples y complejos. Obviemos los espúreos, como la supuesta facilidad de su escritura o la posibilidad de que al mal poeta le suene, de pronto, la flauta. No olvidemos, sin embargo, la ininterrumpida tradición hispanoamericana, que estudia Abel Feu, y que arranca de los años 20 con José Juan Tablada, Eugenio d’Ors, Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, entre otros; ni tampoco, justo en sentido contrario, la influencia de la globalización. Desde dentro y desde ahora, me parece que también hay una reacción contra la verbosidad de la llamada poesía metafísica y contra los excesos de abstracción y/o experimentación (para Bashô el haiku es la poesía del aquí y el ahora), cierta apertura a lo trascendente y un intento de construirse una voz desde el origen, para lo que el haiku, siendo algo así como la unidad mínima de sentido poético, representa una oportunidad extraordinaria.
Conste que esta lectura al sesgo desde la actualidad la hago yo. Alberto Silva se centra en el haiku japonés, sin dejar de relacionarlo, muy atinadamente, con la poesía en general. Defiende, con un entusiasmo arrollador, bastante sentido común y una batería de ejemplos, varias tesis de importancia. Para él, la clave del haiku es el espacio que elige habitar: la intemperie, tanto en un sentido físico (caminos, naturaleza, suburbios) como moral (lo que, para un lector español, no deja de recordar a J. R. Jiménez) billige replica uhren y social. A partir de ahí, insiste, con más razón que un bonzo, en la relación estrecha y difícil con lo religioso que mantiene el poeta, “que vive a dos aguas, ni monje ni laico” como se retrataba Ryôkan, o como apuntó Bashô: “Parezco un monje, pero estoy cubierto con el polvo del siglo. Parezco un laico, aunque voy rapado”. Y destaca la importancia del biografismo, tan mal entendido siempre, que convierte al haijin en un personaje y en un ambiguo (y por ello moderno) héroe poético. Nada de esto rebaja la dosis de juego que alienta en el arte del haiku y que se pone especialmente en juego, valga la redundancia, en los complejos equilibrios de ironía, respeto, imitatio y variaciones que hacen falta para conjugar la gravedad de la tradición con la gracia del talento individual.
Como quien no quiere la cosa, Alberto Silva va insertando el haiku, sin dejar de hablar de poesía japonesa, en las constantes de la cultura universal. Otros expertos, llevados por un excesivo celo en explicar su exclusividad o su exotismo (“zen por zen japonés”, insisten), no han querido ver esa relación. Los estudios críticos de El libro del haiku redoblan, por tanto, la labor del traductor: ayudan a que el mundo del haiku entre a formar parte de nuestro mundo. Y el nuestro del del haiku, que aquí ya todo es “y viceversa”.
Enrique García-Máiquez