¿Que no conoce usted la poesía de Eloy Sánchez Rosillo? Entonces no pierda el tiempo leyendo esta reseña y hágase cuanto antes con un ejemplar de Confidencias. ¿Qué está familiarizado con ella desde hace tiempo? En ese caso, poco será lo que un servidor pueda añadir a lo que usted ya sabe: que se trata sin duda de uno de los poetas más verdaderos de los últimos treinta años en la poesía española, que su obra se ha tejido con unos pocos motivos entresacados de la cotidianeidad del hombre que es Sánchez Rosillo (la luna, el jilguero, la música, el balcón de su cuarto, la casa de campo que poseía su madre y en la que pasó muchos de sus días jóvenes, las calles de su barrio de San Nicolás en Murcia, los paseos por El Malecón), que gira siempre en torno a unos mismos temas (el tiempo y la belleza, su diálogo y su mutua destrucción, la infancia, los sueños perdidos, la poesía misma) y que todo esto acontece desde una actitud eminentemente contemplativa, que eleva a categoría ética la paciencia del poeta: esa reticencia a “entrar a matar” de improviso, como suele decir el propio Eloy. Lo recuerda “La espera”, aquel homenaje a Ramón Gaya que vale no sólo para el arte pictórico sino para cualquier otro, y donde el artista, después de una primera iluminación, vaga por el cuarto / decidido a esperar a que madure el tiempo / en que la viva realidad que ansía / dulcemente, sin lucha, se le entregue.
De hecho, rolex replica watches quizá esta actitud contemplativa y esta ética-estética de la paciencia se calibran mejor con ocasión de la edición de unas poesías completas o una antología: la cronología muestra, entre otras cosas, que Eloy Sánchez Rosillo ha ido espaciando la publicación de sus libros de poemas: si al principio mediaban apenas tres o cuatro años de un título al siguiente, en la última década el intervalo llega hasta los siete o los ocho años, en una tácita declaración de principios muy congruente con lo que se señalaba antes a propósito de cada poema: no forzar las cosas, al margen de cualquier aspiración espuria; impedir que cualquier motivo ajeno a la poesía misma intervenga en la escritura, ése parece ser el código de honradez al que desea atenerse el poeta. Así, no extraña que sea la metáfora vegetal de origen romántico la que Sánchez Rosillo emplea para figurar ese “organicismo” de su obra poética, que parece crecer y desarrollarse a partir de un único principio, como el árbol de la semilla: Lo que has realizado, si está vivo, / tendrá su desarrollo natural, / y por sí mismo acaso crecerá todavía / hasta alcanzar la altura que le esté destinada.
Ahora bien, ¿es tan “orgánica” la obra poética de Sánchez Rosillo? ¿Está ya incoada por completo en el germen de Maneras de estar solo, aquel primer poemario por el que recibió el Adonais en 1977? Y si en efecto esa obra poética es ya casi de por sí una antología, ¿en qué ha consistido la tarea del editor literario, Andrés Trapiello? Brevemente: acéptese, como creo incuestionable, que el noventa por ciento de esa producción la componen poemas en heptasílabos, endecasílabos o alejandrinos blancos, de arranque figurativo, claridad en la exposición, una breve anécdota o cierta narratividad, tratada con fino lirismo. (Una receta, por cierto, que tiene su peligro en la ocasional proximidad al prosaísmo; si Wordsworth decía que el lenguaje poético no debía diferir de la buena prosa “salvo en lo que se refiere al metro” -y esa base romántica, junto con la de Leopardi, filtrada a través de Cernuda, constituye el cimiento del edificio poético de Rosillo- el lector no puede evitar en ocasiones la sensación de que el discurso pierde intensidad y cae en algo muy cercano a la prosa). Acéptese, digo, que esa es la música habitual en nuestro poeta y se tendrá que las excepciones a la norma son muy escasas: algunos poemas estróficos con rima asonante, como “The Rest Is Silence”, unos pocos poemas en prosa, como “Tarde de invierno”, romances como “La inspiración”, poemas en octava real como “Hortus rhetoricae” o “poemas relámpago”, esas piezas de tres o cuatro versos que apenas contienen el temblor el una imagen, como “Infancia”, “La plaza”, “Atardecer en las lomas”... De todo esto no hay casi nada en Confidencias: el propósito de hacer justicia al poeta que habitualmente anima una antología, y que en principio aconseja incluir ejemplos de todas las épocas o fases creativas, así como de todas las vertientes y géneros, se suple aquí por un criterio de decantación; la opción de Trapiello ha sido más bien poner el acento en el carácter unitario de la poesía rosilliana, dejar la imagen más acendrada de su morosa tarea.
Hay otro aspecto en el que se percibe esta progresiva decantación de la poesía de Sánchez Rosillo.Omega Replica Watches En sus primeros libros abundaban algunos recursos de desdoblamiento de la voz que poco a poco han ido cediendo el terreno a la sencillez inmediata de la primera persona y a una identificación más clara entre el poeta y el yo gramatical del poema: monólogos dramáticos de memorable factura, como “Melville en la aduana” (donde, más que una “deconstrución” irónica del personaje desde dentro, como sucedía en Browning, se procede a una proyección de la psicología del poeta sobre la figura en cuestión); un uso frecuente de la tercera persona con función objetivante, que nuevamente deja traslucir el rostro del propio poeta, a veces con un protagonista anónimo de obvio autobiografismo (como en “El Sur”) o a veces a través de un nombre conocido (como en el citado “La espera”); un uso igualmente reiterado de la segunda persona con función ética, en la que el poeta se apostrofa a sí mismo (como en “Supón que aún es agosto”); o una dramatización perfecta, en poemas dialogados como “De César Franck a Augusta Holmès” o “Los pinares de Postdam”.
Toda esta multiplicidad de voces -a la que no es ajena la admiración juvenil del poeta por Pessoa, de quien procede el título de su primer poemario, o la afinidad con las tentativas de Cernuda, a quien Rosillo dedicó su tesis doctoral- ha ido cediendo el terreno a una creciente inmediación y una progresiva sencillez: nuestro poeta escucha, entre todas la voces una, la suya propia, y al abandonar aquellas máscaras retóricas nos va dejando a solas con un único rostro. (Una cuestión digna de estudio sería aquí las paradójicas coincidencias, pese a la divergencia de fondo, del italianismo y el culturalismo de Rosillo con poetas de su misma generación pero en principio poco afines, como lo son algunos novísimos).
En fin, este ejercicio de fidelidad a sí mismo, acompañado de una atención creciente a lo elemental y cotidiano, no atañe sólo a la poesía. Sin duda uno de los mayores aciertos de esta cuidada edición es su título, Confidencias, porque lo que queda cuando se retira esa discreta polifonía y se desnuda la voz del poeta es una idea de la poesía como vía de autoconocimiento: la escenificación del enfrentamiento de la conciencia con las cosas, ese “intercambio con el mundo” que, decía Langbaum, aporta la experiencia y que proporciona un puñado de certezas sobre el paso ineluctable de tiempo y la hondura de un ser cuya identidad yace en la infancia. La voz del poeta no declama, más bien susurra esas humildes certezas al lector: le recuerda cosas que él mismo ya conocía y había olvidado. Un romanticismo atemperado, sin gestos estridentes, que sabe que la mayor sabiduría del poema consiste en ensayar una elegía anticipada: Entonces no lo supe. / Pero hoy sé que esas horas en que tomé conciencia / del tiempo y de la muerte arrasaron mi infancia: / dejé allí de ser niño, se nos dice en “En mitad de la noche”. Y, en “La amistad”: No lamentes que el fin / ya en el principio aguarde. Y sin dolor acepta / la gloria melancólica de saber que has vivido.
La poesía, así, se propone como una suerte de “curación” del desarraigo de la vida adulta y, de hecho, la vacilación del poeta ante la página en blanco se resuelve a menudo mediante la “recuperación voluntaria de la infancia”, como reclamaba Baudelaire, por medio de la memoria. ¿Sólo la memoria, esa ceniza que queda de un fuego pasado? No: el último libro de Sánchez Rosillo transforma inesperadamente el tono elegíaco de las entregas anteriores, para proponer en el poema que le da título, “La certeza”, una esperanza sobre el futuro. En ella trasluce un insólito parentesco con el segundo Claudio Rodríguez, en un atisbo de trascendencia con el que les dejo:
¿Quién que respire y que haya acumulado
en su pecho alegrías y dolores,
noches y días del vivir, no intuye
-sin que por ello en ocasiones arda
esa lumbre con llama vacilante-
que no hay muerte que pueda
desdecir y anular eso que somos?
Canta en mi corazón una esperanza
que llena mi presente y me sostiene:
no, la muerte no mata; es también vida,
un misterioso trámite de sombras
que transforma lo vivo,
lo limpia y lo redime [...]
La muerte borra el gesto
habitual de un hombre,
sus maneras, sus ropas, y lo vuelve
criatura distinta, pero no
aniquila el espíritu,
que se templó en el fuego.
Gabriel Insausti