La poesía es tensión. Para que los versos se sostengan sin red en una página casi en blanco necesitan ir cargados de una electricidad de corriente alterna. En la prosa podría pensarse que las palabras se apoyan unas a otras como en un muro de ladrillos. Una poesía flácida, en cambio, se desmorona enseguida y el poemario acaba por caerse de las manos del lector. Luego vendrán los estilos y las poéticas a divergir entre unas corrientes y otras, y eso está bien, porque en la variedad está el gusto. Pero sin potencia no hay nada que hacer.
A primera vista, en Música para sueños esa tensión no se encuentra en el plano del lenguaje. Lo que no quiere decir que carezca de ella. El castellano de José Cereijo (Redondela, 1957) añora un latín sentencioso que mereciese el privilegio de ser grabado en mármol. Por eso es tan pulido. Casi siempre logra lo que anhela, en parte debido a que el español es un latín y en parte a que Cereijo es un espléndido artesano. Léase “Epitafio”:
Este que yace aquí no supo más del mundo
que tú, que vas leyendo. En medio de la niebla
de los dioses lejanos, acaso hasta no ser, replica watches
se apagaron sus días.
No se deduzca de lo dicho que Cereijo incurre en cultismos, arcaísmos y demás trucos a la violeta. Nuestro poeta atiende el consejo de escribir como se habla que nos diese el generoso Juan Ramón Jiménez. Sucede, sin embargo, que no todos hablan con el ritmo que reprodujeron Corbière y Laforgue, y que aquí replantó Manuel Machado: un ritmo sincopado, salpimentado con puntos suspensivos, que avanza a quiebros y tan, no sé, dubitativo… José Cereijo es un poeta coloquial a su modo: quien haya coloquiado alguna vez con él sabe que su expresión es medida y exacta. Esto explica el efecto doble de estos versos: precisión y naturalidad.
Donde la tensión resulta más evidente es —además de entre la tradición y el talento individual— en la propia postura del poeta, que continúa fiel a la de sus anteriores poemarios: Límites (1994), Las trampas del tiempo (1999) y la colección de haikus La amistad silenciosa de la luna (2003), donde éste:
Bajo la tierra
repetiré: "estoy muerto",
hasta entenderlo.
Nunca, ni en la delicada estrofa japonesa, olvida nuestro poeta las palabras de su maestro Jorge Luis Borges: Torne en mi boca el verso castellano / a decir lo que siempre está diciendo / desde el latín de Séneca: el horrendo / dictamen de que todo es del gusano. Cereijo no escribe con regusto clásico porque sí: lo hace porque su visión del mundo se asemeja a la de nuestros mayores, los paganos: su ideal ético es la serenidad estoica ante la muerte inevitable. Y, sin embargo, a pesar de la fidelidad con que despliega su pensamiento, no renuncia (o no puede) a un romanticismo agazapado, que, aunque a veces se reduce a un sibilino cinismo bífido, consiste más a menudo en el ejercicio del derecho al pataleo. Lo explica en “Fragilidad”, que es una poética implícita:
Como cuando de niño, no atreviéndome
con los que eran más fuertes, me callaba,
y bajaba la vista, avergonzado,
y sólo a sus espaldas les sacaba la lengua,
así de estas palabras, que quisieran guardarte:
pobre, ingenuo, derecho al pataleo.
¿Cómo esperar que el tiempo las respete,
o cómo desearlo, si ha de poder contigo?
Entre los dos polos —un clasicismo nihilista y un romanticismo rebelde, consciente rolex kopia y orgulloso de la inutilidad de su afán— se sostiene todo el entramado emocional. Sólo eso explica el título del libro: ante la escasez de lo onírico cabría preguntarse de qué sueños habla esta música si no supiéramos que el poeta considera eso, sueños, sus ilusiones últimas de supervivencia y sentido.
Por si hiciera falta disipar dudas, en la solapa del volumen se nos recuerda que, como afirma Borges, “la meta es el olvido”. Numerosos poemas insisten en la idea: el magnífico “Último verso de Virgilio”, “Pájaro muerto” o el citado “Epitafio”. Así las cosas es natural la importancia del silencio, uno de los estribillos estrella de Música para sueños.
Calla la vieja muerte hospitalaria,
calla Dios en su cielo,
calla el amor si es hondo, y también calla,
como el dolor, el tiempo.
Para qué tus palabras, si todo lo que importa
pertenece al silencio.
[“El silencio”]
Desde este punto de vista, “Testamento” se convierte en un texto esclarecedor:
Este profundo azul del cielo en primavera,
el canto de los pájaros, el rumor de los sueños,
el amor de los libros, siempre correspondido,
el silencio del alba,
el de mi corazón, algunas veces,
las horas que hacen dulce, secreta la memoria:
es todo para ella.
Todo para la muerte, que me ha querido tanto.
Salta a la vista que el poema está construido sobre “Pequeño testamento” de Miguel d’Ors, quizá uno de los mayores cantos a la vida y la esperanza de nuestra poesía contemporánea; pero es altamente significativo, como ya ha señalado el rápido García Martín, que esté dedicado a Francisco Brines, que tanto ha glosado, desde Las brasas, el apagamiento paulatino e inexorable. En el contraste entre las maravillas del mundo (en tono d’Ors) y el blanco mantel de la nada (en tono Brines) palpita el corazón del libro.
Si la meta es el olvido, el amor ha llegado antes, parece que nos confiesan varios poemas. El desamor lo asume Cereijo con la misma altivez de la que hace gala para otras desgracias. Y puede entenderse como un paradigma de lo que él desea para después de muerto: el poeta espera que su voz perviva de un modo análogo a como el amante abandonado se compromete a sostener el recuerdo de una historia de amor o su ensueño.
Aunque en poemas como “Azar” alumbre una leve duda sobre la inexorable sentencia, Cereijo no abriga esperanzas. “¿Para qué, entonces, tus palabras?”, cabría preguntarle con sus propias palabras. Y nos contesta en “Armónico murmullo…”, un poema de contemplación bucólica que —tras oír el murmullo de las hojas y el trino de los pajarillos— acaba:
Escucha, siente, mira, goza, aprende:
todo esto tiene que morir, y canta.
El poemario tiene un efecto ético (que es estético) tan contundente como el toque de una aldaba: nos insta al deber de celebración. Si Cereijo, con esa visión suya de la vida, ejerce el derecho al pataleo con tanta dignidad y belleza; nosotros, qué.
Enrique García-Máiquez