Gabriel Insausti (San Sebastián, 1969) y yo somos amigos, y uno de los poemas de Vida y milagros me está dedicado. Todo esto (personalmente exaltante) hará más difícil mi reseña, sobre todo porque Vida y milagros es un acierto y tendré que demostrarlo sorteando las sospechas de endogamia y oratio pro domo sua. Aunque también es posible que su acierto no sea capaz de entenderlo a fondo quien no comparta edad, cosmovisión y poética con el autor.
Me explico. Tanto Insausti como un servidor partimos de la idea de que un poeta tiene que ahondar en su voz personal y crecer en su diálogo con la tradición. No es necesaria, pensamos, ninguna ruptura con esa línea continuada de la poesía española que para algunos arranca de la segunda generación del 70, pero que en verdad de la buena viene de mucho más allá, incluso de Gonzalo de Berceo, al que el título lanza el más desenfadado de sus guiños.
El otro guiño de Vida y milagros es para la acusación de monotonía y rutina que automáticamente se imputa a los que se niegan a subirse al carrusel de las novedades y pasan por la feria sin soltarse de la mano de unas pocas palabras verdaderas. La “vida” del título recoge todo lo que la existencia tiene de monótono sin remedio, y que Insausti asume con naturalidad. En la palabra “vida”, además, se perciben otras resonancias que nos hacen pensar en la poesía de la experiencia, en la línea clara o en la lírica autobiográfica. A cambio, los “milagros” anuncian esas hierofanías que la poesía debe iluminar para ser algo más que una crónica. Esto lo explican, casi dibujando un esquema en la pizarra, los poemas inicial (la tarea / de sospechar un dios tras cada instante) y final (Quizá un día, de pronto, entre las calles), y también las tres citas con que se abre el poemario. Vean ésta de Pessoa, por ejemplo: “Sabio es quien monotoniza la existencia, puesto que entonces cada pequeño incidente tiene un privilegio de maravilla”.
Quien monotoniza ha de ser sabio, sugiere Pessoa, y es que si no resulta un plomo. A partir de ahí empezamos a admirar a Insausti. Sin levantar la voz, sin adornarse, sin salirse de un lenguaje cotidiano, con unas vivencias compartibles por cualquiera, sabe extender el tapiz exacto de monotonía sobre el que se producirán los deslumbramientos. Es más: la voz propia (sin la cual nadie es poeta) se consigue precisamente con esas sobrias tonalidades de gris: el personaje poético es un hombre de edad indeterminada del que apenas sabemos que tiene unos hijos pequeños, que madruga, que pasea y que escribe poesía sin demasiadas ilusiones. No hace graves confesiones ni adopta compromisos políticos ni da la nota culturalista ni mucho menos se queja de nada ni presume de algo.
El inteligente Insausti sabe que la rutina es el escenario predilecto de la revelación. Y ahí mismo, destacados por el contraste, se van produciendo esos milagros que profetiza el título. En "Vita brevis", para empezar: hay alguien que, al mirarlas, hace eternas / las cosas que ahora vivo. O sea, que el riesgo de intrascendencia se elimina de dos trazos. Y luego a esperar el prodigio: la "Primera palabra" de una hija, "Papá ha vuelto de viaje", una "Emotion recollected in tranquility", u "Otros apuntes para otro poema meditativo".
Si esos poemas hechos de poco son milagrosamente emocionantes, no es por casualidad. El milagro para quien lo trabaja, podría decirse. Insausti despliega con pudor pero sin descanso unas hermosas imágenes (Salir de madrugada. En la plazuela, / admirar al castaño que a esa hora / se despereza como un niño.) o destellos de profunda perspicacia: y olvida todo / como se olvida una verdad: diciéndola. Pondré un buen ejemplo de estrategia compositiva. En "Apunte", poema de humilde título, el poeta empieza a pintar un cuadro (de Los Cárabos, en septiembre) con colores juanramonianos: el orbayu / como un velo de gasa en el paisaje. Exulta, con un entusiasmo digno de Cántico: Todo reunido, afín. Todo perfecto, para acabar en anticlímax: salvo que a ti, qué lastima, te falta / la ciencia necesaria —la inocencia— / para no estropearlo con tus versos. Con perfecta adecuación entre fondo y forma, el poema, que hasta entonces era perfecto, tras un jugoso juego de palabras nada inocente, se estropicia en el último verso, que trae inevitablemente a la memoria el recuerdo del paquidermo mustio (d’Ors dixit) de ciertos finales sorpresivos que dejaron ha mucho de sorprender. O quizá no: porque ese final enriquece el texto con una lectura al sesgo. Efectivamente a Insausti le falta inocencia o/y le sobra ciencia literaria como para hacer a la vez un poema descriptivo, una reflexión metapoética y una autoironía con retranca.
Pero todo está por debajo. A primera vista, el lector sólo percibe la tensión entre vida y milagros. Decíamos el mes pasado, reseñando Música de sueños de José Cereijo, que la poesía es tensión. Insausti ha sabido establecer la suya entre dos orillas esenciales de nuestra existencia: la cotidianidad y el asombro, el tiempo que pasa y la emoción que llega. Y su poesía en medio, como un ave:
De orilla a orilla,
el vuelo de la garza
dibuja un puente.
Enrique García-Máiquez