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Unas pocas palabras verdaderas

Carlos Javier Morales, Nueva estación, Biblioteca Nueva, Madrid, 2007.

Para no reincidir en el principal inconveniente de este libro, seré breve: Carlos Javier Morales (Santa Cruz de Tenerife, 1967) es mejor poeta de lo que a primera vista se percibe en Nueva estación.

El poemario se excede en páginas —173—, en secciones —6—, en poemas —94— y en versos —que ya no he contado. No quiero decir que tales cifras sean excesivas en sí mismas, como demuestran, por ir lo más lejos posible, La Ilíada y La Divina Comedia; sino simplemente que Morales ignora una regla de matemática estética: “lo que no suma, resta”. La poesía es el género de las estrictas palabras necesarias, que normalmente serán, como sabía Machado, pocas. Un pequeño botón de muestra: en el poema “El transplantado” el poeta ofrece esta hermosa imagen: Yo, que nací flotando en una isla, que él mismo hunde al añadir en la misma frase: el que ha nacido / envuelto entre las aguas.

Yendo al fondo, el problema está, a mi entender, en que no se ciñe lo suficiente a la palabra, quizá por un exceso de confianza en las propias ideas, visiones y desarrollos lingüísticos. Sin duda, Morales cumple un requisito sine qua non para ser buen poeta: es un excelente prosista, como demuestra en todos y cada uno de los textos de su libro. Pero se olvida a menudo de la tensión verbal del verso, tan necesaria para alcanzar la emoción poética. ¡Fuera ya la lujuria de las formas!, exclama, y parece que a la vez se le va por el desagüe la imprescindible sensualidad formal. En el recién publicado La razón y otras dudas nos avisa José Mateos que “poesía no es algo que se dice sino la única manera de decirlo”. La sensación que transmiten bastantes versos de Morales es que podrían haber sido escritos igualmente de otra manera.

Y a eso contribuye no sólo cómo nos lo dice sino también lo que se dice: hay poemas que habrían sido los mejores fragmentos de un epistolario (“Con todo mi cariño”), perspicaces ensayos (“El verbo escribir se ha vuelto intransitivo”) o amenos apuntes diarísticos (“Tras una oposición en la Universidad de Valencia” o los centrados en sus vivencias logroñesas). Incluso, la división por temas (Libro primero.—De la luz; Libro segundo.—Del amor; Libro tercero.—De la poesía; Libro cuarto.—Del olvido; Libro quinto.—Del bien; Libro sexto.—De la sombra) crea unos compartimentos estancos que hacen difícil la percepción de una unidad compositiva o armónica o biográfica. Prima lo intencional, especialmente en el Libro quinto, que por su explícito moralismo trae al recuerdo Las flores del bien de don José María Pemán.

Pero, una vez señalada, no podemos dejar que la frondosidad nos oculte al verdadero poeta que habita en la Nueva estación. Bastaría para reconocerlo con releer los poemas plenamente logrados: “Marea”, “Contigo”, “Deberes del otoño”, “Examen de conciencia”, “Deontología profesional”, “Pura literatura”, “Ley de vida”, “Cosas de mi sobrina”. No es nada fácil encontrar un puñado tan generoso como éste de textos excelentes en cualquier libro de poesía actual. Lean ustedes, para comprobarlo con sus propios ojos, la estrofa final de “Ley de vida”:

Si te hablan de un amor espiritual,
diles que les prediquen a los ángeles:
aquí todo lo vivo hay que palparlo,
hay que tenerlo cerca y retenerlo;
morderlo si hace falta. Y hace falta.
No sólo de palabras vive el hombre:
las palabras sin pan no significan,
los signos por su cuenta no transmiten;
necesitamos realidad, sustancia.
Y nuestra realidad es que somos hombres,
palabras que nos hablan por su cuerpo,
palabras que decimos y cumplimos:
si sólo las decimos, no hay palabras.

También demuestra Carlos Javier Morales que es muy capaz del verso memorable (Yo no sé del amor más que tu nombre), de la imagen certera (Toda amistad que muere es un fracaso. / Y uno se va seguro, con su razón al hombro), de la magia verbal (tus labios y mis labios mutuamente), del pensamiento poético (¿dónde estará mi alma si tú no estás en ella?), del coloquialismo eficaz (como en el delicioso poema “Cosas de mi sobrina”) y, por supuesto, del aliento largo, en la estela de su admirado Neruda.

Si el lector tiene la paciencia de efectuar las restas por hacer, la suma es admirable. Nueva estación se reconvierte así en un poemario de gratísimas sorpresas, de sentimientos auténticos. Contra lo que suele ocurrir, estamos ante un poeta que, por encima de los libros, sabe qué es poesía. Lo demuestra en un poema aparentemente paradójico titulado “Deontología profesional”:

El día que descubrí
que publicar un libro
no era, ni mucho menos,
la acción más importante de mi vida
amé la poesía como nunca;
de modo que mis libros posteriores
han sido el resultado, en buena parte,
de aquel descubrimiento.

Enrique García-Máiquez










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