Yves Bonnefoy o la poes�a como arma contra el lenguaje
Toda obra poética levanta, antes que ninguna otra cosa, un paisaje. Y ya después en ese paisaje se alza la voz del poeta, actúa su figura, se desarrolla una historia, una larga reflexión o, si es necesario, una inagotable actuación circense.
En el caso de Yves Bonnefoy ese paisaje es, casi inevitablemente, la nevada: con ese trasfondo se entiende más fácilmente lo pausado de su voz, el tono de su reflexión. A la nieve consagró Bonnefoy el que sigue siendo su libro emblemático, Principio y fin de la nieve (1991), del que existe una versión en castellano de Jesús Munárriz que es ejemplar y hermosa hasta el punto de parecer haber nacido directamente en nuestro idioma. Ese libro resulta tan central en la obra de Bonnefoy que parece que incluso los anteriores se entienden mejor a la luz de su paisaje, de su tono.
El paisaje en el que surge la palabra de Bonnefoy es la nieve. Puede, en algunos rasgos, recordarnos al desierto en el que crecen los versos de Mario Luzi; pero solo en la desnudez, porque la nieve de Bonnefoy es engendradora, lleva en sí misma el río que el paisaje de Luzi necesitará para transformarse en poesía. Tan portadora de vida propia es la nieve en la poesía de Bonnefoy que parece no ser necesaria siquiera la presencia humana. En "La gran nevada", poema inaugural de Principio y fin de la nieve, la nieve va ocupando todo el espacio del paisaje hasta que "las sombras y los sueños tienen el mismo peso". Y quien escribe no es un hombre, sino que es Solo un poco de viento el que escribe una palabra con la punta del pie / fuera del mundo. La nieve trae una levedad que favorece el pensamiento: Nevar, / desanudarse el cielo, concluye "El espejo". La primera presencia humana, en "El arado", será un niño, que ve cómo / se van formando gotas donde acaba / de soltar el aliento hacia el cielo que cae. La nieve devuelve al mundo la inocencia, desnuda las palabras de su carga de significado, las deja listas para decir de nuevo por primera vez el mundo. Y así, en el siguiente poema, "Un poco de agua", ya aparece la palma de una mano en la que se posa un copo de nieve, un copo que se deshace en la mano, levedad también, nudo deshecho, pensamiento primero. Así la nieve va ganando terreno, poema a poema, hasta que en "El jardín" aparece por primera vez la primera persona: Avanzo, nos dice, Pero al hierro / roñoso se me engancha / la bufanda, y se rasga / en mí el paño del sueño. Aparece el hombre y aparece la pesadez, pero ha salido a la nieve a perderla. Bien, tenemos el paisaje, tenemos la voz y lo que la voz pretende.
En una entrevista concedida a Philippe Delaroche y Baptiste Liger y publicada en el número de noviembre de 2010 de la revista Lire, afirma Bonnefoy que lo que caracteriza a la poesía es "la reparación del lenguaje". Y para esa reparación, lo primero es aislarlo de la presencia del hombre. Esto conlleva el peligro del exceso de abstracción, pero en el caso de la poesía de Bonnefoy, por más paisaje que exista, por más solitario que este sea, por más precaria en símbolos que sea la voz que habla, siempre hay alguien, o lo hubo: los poemas de Bonnefoy podrían ser escenas pictóricas (él ha escrito hermosísimos ensayos sobre pintura en los que mira, como dice Charles Simic, con ojos de poeta y mente de filósofo) que representan el momento que sigue a la presencia de alguien; en sus poemas, más que la espera de alguien, hay una especie de ausencia reciente. Citaré un poema de Ayer, reinante desierto (1958) en la traducción de Arturo Carrera publicada por Pre-Textos. El poema se titula "Aquí, siempre aquí":
Aquí, en el lugar. No hay más alba, Ya es la jornada de elocuentes deseos. De los espejismos de un canto en tu sueño no queda Sino este centelleo de piedras por venir.
Aquí, hasta el anochecer. La rosa de sombras Girará en los muros. La rosa de horas Se ajará sin ruido. Las losas luminosas Guiarán a su antojo los pasos enamorados del día.
Aquí, siempre aquí. Piedras sobre piedras Levantaron el país dicho por el recuerdo. Apenas si el ruido de frutos simples que caen Enardece aún en ti el tiempo que va a restablecerse.
Se trata, de nuevo, de un poema que habla de una cierta limpieza, de espejismos que se desvanecen, de losas luminosas que ocuparán el espacio de las rosas de horas, de recuerdos que dejan su lugar, entre el ruido de frutos que caen, a un tiempo restablecido, a una palabra reparada. En la poesía de Bonnefoy, el mundo necesita recuperar el silencio para reconstruirse de nuevo con más tino.
Y es en ese silencio recobrado que transcurre y se piensa la vida. No es hasta Las tablas curvas (2001, traducción al castellano igualmente de Jesús Munárriz) que la autobiografía hace su aparición en la poesía de Bonnefoy. Rápidamente transcurre el tiempo desde la infancia, cuando Roncas eran las voces / de las ranillas al atardecer / allí donde el agua de la alberca, que manaba sin ruido, / relucía en la hierba. Pero incluso una vez que ha hecho su entrada en el poema, el poeta necesita recalcar que su labor es la observación, su trabajo, ser sólo una presencia, poco más que un fenómeno atmosférico, si pudiera. Por eso, La tomaran o no nuestras manos, / idéntica abundancia. / Tuviéramos abiertos o cerrados los ojos, / idéntica la luz, su presencia no cambia nada, la abundancia y la luz no dependen de nuestra aceptación para ser. Así la voz avanza, penetramos, abrimos los postigos, / reconocimos mesa, chimenea hasta encontrar algo parecido a un hogar adulto. El poeta, como mucho, endereza una rama que se ha roto; de nuevo, repara. "Que perdure este mundo", clama. En "Casa natal", sección central del libro, el poeta regresa al origen y se permite ofrecernos algún recuerdo concreto, como la primera vez que oyó cierto verso de Keats, pero no abunda en ello. Es como si hubiera en la poesía de Bonnefoy un hondo miedo a la realidad, como si la única realidad que buscase y quisiera fuera la de lo preexistente, y de este mundo apreciase tan sólo aquello que viene a limpiar, a reconstruir, a devolvernos una imagen, una reminiscencia de esa preexistencia; como si el mundo que buscase fuese el mundo después de que el hombre se haya marchado de él devolviendo el equilibrio primigenio, anterior a su presencia. Como si el pensamiento necesitase la ausencia de un sujeto pensante para ser puro, como si el pensamiento pudiera pensarse a sí mismo, contradiciendo a Descartes. En un texto de 1978 titulado "Sobre el origen y el sentido" Bonnefoy habla del niño que fue como una presencia de ese estilo, como una de esas presencias ausentes tan características y buscadas de su poesía: "¿Cuál es ese niño", se pregunta, "ese adolescente que yo nunca había visto —porque uno no se conoce a sí mismo cuando tiene diez o quince años— y que está aquí de repente frente a mí, que sin embargo ya no existe o que, si sobrevive, lo hace sin hablarme, sin entregarse, y que incrementa así más de lo que borra la impresión de enigma que me produce ahora esta vida?".
Lo que Bonnefoy busca en esa reparación son las correspondencias de las que habló Baudelaire, esa enseñanza del mundo que se encuentra "por debajo del lenguaje", como afirma en "Misterio, poesía y razón", un texto de 1986; busca esas "hablas confusas", "que no dejan de decir (por efecto de "largos ecos que de lejos se confunden") el gran secreto hoy perdido, o casi, de que todo es uno y de que nosotros mismos tenemos que reintegrarnos a esa unidad, si queremos ser". Ahí tenemos el porqué de la desaparición de la presencia humana en la poesía de Bonnefoy, que no es tanto una desaparición como una reintegración en el todo.
Naturalmente, como ocurre siempre con la obra de los grandes poetas, esta es sólo una de tantas lecturas posibles de la obra de Yves Bonnefoy. Por eso me gustaría concluir estas notas con un poema, esta vez traducido por mí, del último libro de poemas de Bonnefoy hasta el momento, titulado La longue chaîne de l´ancre. El poema es el que da título al libro, y se subtitula "Ales Stenar" porque se refiere a las conocidas como "piedras de Ale", un conjunto megalítico con forma de barco que se encuentra al sur de Suecia y bajo el cual, según la mitología local, se encuentra sepultado el legendario rey Ale, aunque otras interpretaciones digan que tiene esa forma como homenaje a la tripulación de algún barco naufragado, o incluso que se trata de un calendario. Me parece que esa referencia, casi al final, a una vida "simple, sin lenguaje" es un buen cierre a esta paradoja esencial de la poesía de Yves Bonnefoy, que busca, en la poesía, la negación de lo prosaico, por más que lo prosaico sea, justamente, la palabra, incluida la poética. Una poesía que busca el silencio que sabe que esconde, en su corazón oculto, toda palabra.
I
Se dice que aparecen barcas en el cielo, y que, de algunas de ellas, la larga cadena del ancla puede descender hacia nuestra tierra furtiva. El ancla busca en nuestras praderas, entre nuestros árboles, el sitio adecuado para estibar, pero pronto un deseo de elevarse la arranca, el navío lejano no quiere nada de aquí, su horizonte se encuentra en otro sueño.
Ocurre, no obstante, que a veces el ancla es, digamos, inusualmente pesada, y se arrastra por el suelo y destroza los árboles. La habremos visto agarrarse a una puerta de iglesia, en la cimbra donde nuestra esperanza se borra, y alguien de ese otro mundo habrá descendido, torpemente, a lo largo de la cadena tensa, violenta, para liberar a su cielo de nuestra noche. Qué angustia, cuando trabaja contra la bóveda, tomando a manos llenas su extraño hierro,
¿por qué es necesario que algo en nosotros engañe al espíritu en esta travesía que la palabra tienta, a ciegas, hacia su otra orilla?
II
El príncipe de este país, ¿qué pretendía cuando hizo reunir, sobre el acantilado, tal cantidad de piedras alzadas para imitar la forma de un navío que partiría un día sobre este mar entre cielo y mundo, y, siempre dubitativo, casi desamparado, tal vez alcanzaría por fin la puerta que algunos buscan en la muerte, imaginada vida más intensa, una línea de fuego en el desierto horizonte de una larga costa? La nave de su deseo, esta proa en la roca, sus hermosos costados curvos, inmóvil va. Y yo intento leer en la inmovilidad el movimiento que imprimirá al sueño, él que sabía que moriría en el combate contra hombres enmascarados que gritan en una lengua extraña de este mundo de aquí en el que nada jamás dura salvo el asombro y el dolor.
Un desconocido entre ellos le hace señas, un enviado de las profundidades del mar, todo luz blanca entre el humo, y él golpea, jadea, grita, pero ya, junto al ángel que le sonríe, calla, se asienta en este camarote al frente del navío, están sentados ahora uno junto a otro, a una mesa donde no hay más que mapas, portulanos de esta vida de aquí, ni alimentos, ni siquiera imágenes que su memoria le ofrezca, de sus manos amigables, una vez que ha llegado la noche al extraño país donde ha nacido y muerto. Memoria de horas que no son de combates, memoria de palabras reprimidas, memoria de la dulzura oscura como el vino que da peso al racimo, memoria de lo entrevisto sin comprenderse y de momentos demasiado breves de afectos torpes.
Soñó, partió. Pero hoy, aquí, no hay nada ante nosotros ni a nuestro alrededor más que el cielo de este mundo, rayos, yermos, y, sobre las piedras que se oscurecen y se confunden, la flecha del trueno y en seguida la lluvia. Un agua vehemente nos envuelve, las estelas no son más que una única presencia que aquí y allá surge y desaparece, por más que entre ellas corra el relámpago. Y yo quiero creer que esta llama es una paz que abraza con infinita emoción y alegría a quien lucha en este desorden, a diestra, a siniestra, contra una multitud de asaltantes, y se dispone a morir.
Más tarde, volviendo hacia el navío de piedra, bajo el cielo que regresa de las mañanas de verano (¿y qué hacer, sino regresar a esta vida en la que no hay nada que no pase?), veo que sobre la piedra que se quiere proa un gran pájaro marino se ha posado: un instante de inmovilidad misteriosa en la que es posible una vida simple, sin lenguaje. El pájaro otea el horizonte, escucha, espera, dirige el navío, y hay otros, otros, allí, a su alrededor, sobre él, gritando e inclinándose hacia la estela.
Muy cierto la poesia es el desnudar de la humanidad, el desnudarnos ante el mundo, enseñanza, razon, misterio lenguje que dibuja cada paso, la silueta, el momento, la explosion del sentimiento, el encuentro, el adios, todo envuelto en una esfera de curiosidades en cada linea una leccion, que mejor que un poema para aprender de la vida real y de sus personajes aun cuando parezcan extraños, son mas rutinarios que los mismos dias y nos acercan al realismo viendo salir el sol y ver llegar la noche para aprender de los poetas, escritores, del mundo donde otros creen que existe mucho de lo mismo; sin embargo no es asi, es cosa de analisis y entonces veremos el espejo que nos guia.
Chinca Coromoto Salas Rodriguez 01-06-2011 |
Por tiempos muy largos la poesia y el arte de las letras se han venido constituyendo en un arma para ver mas alla de las cadenas, de la reflexion y nos encontramos entonces con un mundo cargado de oposicion, alertas, verdades, protestas y desnudez ante los ojos que no desean ver el cuerpo que sangra y muere tras transitar los mismos caminos de la historia, un copo de nieve en vez de alegria puede ser el comienzo de los infiernos, un preambulo de la locura y el comienzo del renacer con uno mismo o el comiendo de la muerte, todo depende desde el angulo y el prisma con que se mire, donde el cielo es un chiste y tal vez una pañuelo para secar nuestras lagrimas, en fin, la poesia que no este cargada de verdades sera una linda sinfonia que nos lleva por muchas paginas de la hipocresia, veremos un espejo oscuro y seguiremos envueltos en el mundo falso para que nos digan que somos cultos.