A estas alturas resulta ocioso presentar la poesía de César Vallejo (Santiago de Chuco, Perú, 1892-París, 1938). Y, sin embargo, por muy leída y releída que tengamos su obra, sabemos que nunca la conoceremos del todo: es lo que ocurre con los poetas fundamentales de una lengua, y César Vallejo es uno de los cuatro o cinco nombres clave en la larga historia de la poesía en castellano.
Nacido en un siglo nostálgico del Absoluto, pocos poetas viven tan crudamente como él esa falta de fundamento universal, que supone una tragedia para la Humanidad y, ante todo, para su fatal historia cotidiana. Ni en el amor erótico, ni el vínculo incorruptible con sus padres y sus numerosos hermanos, ni en la amistad más honda y sincera: en nada de este mundo, ni en la poesía siquiera, Vallejo consigue atenuar la angustia de una orfandad constitutiva, cartier replica
la cual no es óbice para que el poeta siga buscando hasta la muerte el amparo esencial que necesita —y necesitamos todos— en la vida.
Sin proyecto poético alguno, sin ningún credo estético al que subordine su escritura, con una ignorancia terrible ante la página en blanco, Vallejo emborrona con sus versos unas de las páginas más memorables de la poesía hispánica, en las que la lengua salta por los aires a cada momento para convertirse en un lenguaje nuevo, lleno de innumerables matices, con una ternura tan constante como honda es la llaga de su vivir. Su primer libro, Los heraldos negros (1918), supera definitivamente la poesía modernista. Trilce (1922) parece un libro vanguardista, pero sin programa alguno ni deseo de llamar la atención a nadie: es la vanguardia y su superación al mismo tiempo. Las colecciones de su poesía póstuma (Poemas en prosa, Poemas humanos y España, aparta de mí este cáliz) reintegran en una voz íntima y pública a la vez todas las facetas anteriores, al tiempo que añaden un creciente fervor solidario y universal que parece ser el sustituto de la fe perdida en su adolescencia. Toda esta poesía puede leerse, entre otras muchas ediciones, en el volumen Obra poética completa (Madrid, Alianza Editorial, Col. Alianza Literaria), con un prólogo excelente de Américo Ferrari.
Aquí van tres poemas que nos ayudarán a recomponer la imagen total del poeta.
Los heraldos negros
Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé! Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma... ¡Yo no sé!
Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte. Serán tal vez los potros de bárbaros atilas; o lo heraldos negros que nos manda la Muerte.
Son las caídas hondas de los Cristos del alma, de alguna fe adorable que el Destino blasfema. Esos golpes sangrientos son las crepitaciones de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.
Y el hombre... Pobre... pobre! Vuelve los ojos, como cuando por sobre el hombro nos llama una palmada; vuelve los ojos locos, y todo lo vivido se empoza, como charco de culpa, en la mirada.
Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!
(De Los heraldos negros, 1918)
LXIX
Qué nos buscas, oh mar, con tus volúmenes docentes! Qué inconsolable, qué atroz estás en la febril solana.
Con tus azadones saltas, con tus hojas saltas, hachando, hachando en loco sésamo, mientras tornan llorando las olas, después de descalcar los cuatro vientos y todos los recuerdos, en labiados plateles de tungsteno, contractos de colmillos y estáticas eles quelonias.
Filosofía de alas negras que vibran al medroso temblor de los hombros del día.
El mar, y una edición en pie, en su única hoja el anverso de cara al reverso.
(De Trilce, 1922)
Traspi� entre dos estrellas
¡Hay gentes tan desgraciadas que ni siquiera tienen cuerpo; cuantitativo el pelo, baja, en pulgadas, la genial pesadumbre; el modo, arriba; no me busques, la muela del olvido, parecen salir del aire, sumar suspiros mentalmente, oír claros azotes en sus paladares!
Vanse de su piel, rascándose el sarcófago en que nacen y suben por su muerte de hora en hora y caen, a lo largo de su alfabeto gélido, hasta el suelo.
¡Ay de tanto! ¡ay de tan poco! ¡ay de ellas! ¡Ay en mi cuarto, oyéndolas con lentes! ¡Ay en mi tórax, cuando compran trajes! ¡Ay de mi mugre blanca, en su hez mancomunada!
¡Amadas sean las orejas sánchez, amadas las personas que se sientan, amado el desconocido y su señora, el prójimo con mangas, cuello y ojos!
¡Amado sea aquel que tiene chinches, el que lleva zapato roto bajo la lluvia, el que vela el cadáver de un pan con dos cerillas, el que se coge un dedo en una puerta, el que no tiene cumpleaños, el que perdió su sombra en un incendio, el animal, el que parece un loro, el que parece un hombre, el pobre rico, el puro miserable, el pobre pobre!
¡Amado sea el que tiene hambre o sed, pero no tiene hambre con qué saciar toda su sed, ni sed con qué saciar todas sus hambres!
¡Amado sea el que trabaja al día, al mes, a la hora, el que suda de pena o de vergüenza, aquel que va, por orden de sus manos, al cinema, el que paga con lo que le falta, el que duerme de espaldas, el que ya no recuerda su niñez; amado sea el calvo sin sombrero, el justo sin espinas, el ladrón sin rosas, el que lleva reloj y ha visto a Dios, el que tiene un honor y no fallece!
¡Amado sea el niño, que cae y aún llora y el hombre que ha caído y ya no llora!